La cabaña olía a miel caliente, pan de centeno y carne tierna asada con hierbas dulces. Sobre la mesa de madera humeaban cazuelas con su comida favorita: guiso espeso de raíces rojas con calabaza dorada, tortas de harina tostada rellenas de queso fundido, y un té suave con canela lunar.
Aeryn —no, Nyrea, como aún no se atrevía a decirle— había preparado todo con sus propias manos. No por ritual. No por romanticismo. Sino por necesidad. Esa noche, su hijo pedía fuego… pero también ternura.
Darien, al entrar, se detuvo al percibir el aroma. No era lujoso, pero era hogar. Y en ese hogar, ella lo esperaba. Había algo ancestral en compartir el alimento. Algo sagrado. Algo definitivo.
Aeryn se movía con calma, pero no con ligereza. El aire alrededor de ella ardía sin calor; era fuego contenido. Poder dormido a punto de despertar.
Darien comió en silencio, respetando su espacio. Sabía que esa noche no era para los cuerpos. Era para las verdades.
Cuando ella se sentó frente a él, el