Se quedaron así un largo rato, sin hablar, sin moverse, envueltos en el calor tenue del hogar y de algo más profundo: la tregua de dos almas rotas que aún se reconocían.
Aeryn se acomodó lentamente sobre el regazo de Darien, su espalda contra su pecho, su respiración tranquila. Las puntas de su cabello rozaban su mejilla, y su vientre cálido descansaba entre sus manos enlazadas.
Por primera vez en semanas, no sentía la urgencia de decidir, de resistir, de escapar. Solo de estar.
—No creo que me reclamen —murmuró ella de pronto, rompiendo el silencio con una serenidad desconcertante.
Darien no entendió al principio.
—¿Quién?
—Lobrenhart. La manada. —Se giró apenas para mirarlo—. Por tomar a su Alfa. O por creer que quiero ser su Alfa. No me pertenece. Nunca me ha pertenecido.
Darien frunció el ceño.
—¿Y entonces… qué somos? ¿Qué esperas que piensen?
—Que todo lo que creían era una mentira escrita por los vencedores. —Sus ojos no parpadearon—. Que yo no robé nada. Solo