La tarde había descendido sobre Brumavelo con la lentitud de un presagio.
Aeryn se encontraba sentada bajo el sauce blanco del claro central, su túnica ligera ondeando suavemente al compás del viento de montaña. Desde allí, veía a los niños corriendo entre los caminos de piedra, a las mujeres tejiendo redes de lana lunar y a los guardianes afilando armas que, ojalá, no tuvieran que usarse nunca.
La manada respiraba con ella.
Y ella, aún sin quererlo del todo, ya gobernaba.
Sintió su presencia antes de escucharlo. El latido firme de su energía, la gravedad con la que el mundo parecía tensarse cuando él se acercaba. No era amenaza. Era naturaleza. Era Darien.
Él apareció desde el sendero del norte, con el cabello suelto al viento y el paso seguro. Sin titubeos. Sin disfraces.
Se detuvo frente a ella, sin invadir su espacio. Aeryn lo miró de reojo, sin invitarlo a sentarse, pero sin rechazarlo.
—Habla —dijo ella con tono neutro.
Darien asintió, sin molestarse por la seque