Capítulo 7: Li Lin

POV Emperador Youn

Tomé la ruta más cercana hacia el pabellón del Médico Supremo de la Corte Imperial. En el camino, me topé con un viejo criado que me echó una ojeada fantasmal, como si no se creyera que estaba viéndome en persona.

Pocas veces salía de mis aposentos. Prefería atender mis asuntos sentado en la comodidad de mi escritorio, admirando el espléndido jardín que Sun Xi había compuesto en tiempos pasados. Claro que, por otras razones, la soledad evitaba que vieran el lado más inseguro de mí.

Mi madre no solo me había enseñado poesía, también me enseñó a tocar el erhu y la flauta. Quizo el destino que naciera como hombre, pero, si bien me gustaban las mujeres, tenía un alma femenina adentro de mí. No de modo absoluto, por supuesto, pero sí lo suficientemente amplia e inconveniente para el líder de un Imperio. 

La cacería era el entretenimiento masculino que mejor sobrellevaba. Tenía un gusto particular por la caza con arco. Sin embargo, nuevamente, no lo hacía por razones varoniles, sino más bien porque en el bosque y en la cacería había cierto espacio para el esparcimiento y las conversaciones distendidas.

Mi padre, en cambio, prescindía de la paz, de la tranquilidad de una tarde, y se internaba en el corazón del bosque buscando tigres y bestias para cazarlos con sus propios brazos. Para él la guerra no era suficiente.

Miré los lotos finamente mimados que se reflejaban en el cálido estanque del Jardin Principal. La humedad en esta época del año exigía que se les atendiera constantemente, y por eso sorprendía su hermoso brillo y la pureza de sus pétalos pálidos. Un humano ordinario como mi padre jamás hubiera comprendido por qué eran tan bellos.

Me hizo gracia ver que en el arroyo chapoteaba un pato. El animal gorjeaba y sacudía las alas gozoso. Debían haberlo dejado escapar.

Tomé el sendero de la izquierda pensando en que me apetecía pato al almuerzo. Pude percibir el olor a incienso de las habitaciones y escuché el gong dar la hora. Después de cruzar un pabellón y los establos, me encontré frente a las oficinas de Urcay Nurhaci, el hombre al que de vez en cuando entregábamos nuestros cuerpos indefensos para que les practicara la acupuntura.

Urcay y yo éramos buenos amigos. El tipo de hombre en el que confiarías con los ojos vendados. Nuestra amistad venía de mucho tiempo atrás, cuando él estudiaba medicina en la Universidad Imperial y yo practicaba esgrima en palacio. La diferencia social no frenó las pasiones que ambos compartíamos. Quizá Urcay fuera el hombre que mejor me comprendía.

Las puertas estaban abiertas, pero tanto daba, pues yo podía aparecer sin anunciarme. Sabía que Urcay estaba preocupado por lo que pasó la última vez, y seguramente debía temer que la Emperatriz tomase medidas en su contra. Su Alteza poseía una memoria privilegiada, por lo que era muy difícil que olvidara una afrenta, incluso la más trivial. Era como un usurero que no te perdona ni el atraso de un centavo. 

—Su Majestad ¡qué sorpresa!

Escuché que se acercaba por detrás. Me giré.

Grande fue mi asombro al notar que no estaba solo.

—Su Majestad Imperial —Li Lin se inclinó con desenvoltura, como si de antemano esperara verme allí.

—¡Oh! Li —tartamudeé—. Veo que estás fuera del pabellón.

Li Lin se acomodó su vestido de seda fina, que la hacía parecer una crisálida. Los adornos de su peinado tintinearon y expelieron la luz del sol.

Era mi tercera esposa, la de mayor rango después de la Emperatriz y de Can. Li Lin siempre me había parecido una chica algo reservada y quizá demasiado tímida para ser una concubina, pero por motivos que seguían siendo un enigma para mí, había escalado de rango como la espuma hasta ocupar aquella posición de privilegio. Que yo supiera, las otras no la odiaban, ni siquiera la Emperatriz. 

—Vine con el permiso de los eunucos —dijo. 

Su voz era suave como la nota baja de la flauta de bambú. Li era baja, pero tenía buenas proporciones. Los eunucos la habían elegido precísamente por eso, y seguramente por nada más, porque parecía ideal para gestar un heredero fuerte.

—¡Ah! Ya veo...

No pude evitar mirar a Urcay con una expresión suplicante. Nada podía ser más inoportuno que la presencia de Li LIn. Ella no pareció advertir mi apuro.

Se estableció entonces entre nosotros una pesada nube de incomodidad. De todas mis esposas, Li Lin era la que menos tenía dotes sociales, así que estabamos en apuros. Urcay intentó romper la burbuja:

—¿Quiere un té, Su Majestad?

Recordé el beso de la Emperatriz y el sabor amargo de su taza de té.

—No. Prefiero... vendré más tarde.

Li Lin no dijo nada. Con su extraña forma de caminar, como si el suelo le quemara, casi que sobrevoló al interior del consultorio. Urcay y yo nos miramos. Bastó ese gesto indiferente y aparentemente desconectado de la realidad para romper nuestras esperanzas de tener una conversación placentera.

Urcay se encogió de hombros. 

—¿Qué me quería decir, Su Majestad?

—¿Cómo se encuentra Hu?

Seguimos los pasos de Li Lin y penetramos en el consultorio. Adentro olía a cinabrio y a una acre mezcla de miel y albahaca. 

Li Lin se bajó el vestido hasta la cintura sin ningún miramiento y se aprestó a ser atendida. En serio, a veces su modo de manejarse era pasmosamente desinteresado.

—Ya te atiendo —dijo Urcay, arredrado por la determinación silenciosa de aquella jovencita.

Me hizo una seña imperceptible para que le siguiera.

—Hu está en la ciudad. La Emperatriz le ha despedido inmediatamente. Pobre, después de 30 años de arduo servicio... pero ¿qué me pasará a mí?

Sus ojos rebosaban de angustia. Urcay era un buen doctor y también un buen consejero. Hasta le había ofrecido ser parte del consejo alguna vez. Que me pidiera ayuda, y no al contrario, era muy singular.

—No lo hará. Su Alteza es una mujer razonable —le tranquilicé.

—¿Pero acaso no la viste? Echaba fuego por los ojos. 

—Ya se le pasará. Además, ten la certeza de que intercederé por ti en caso de ser necesario. De hecho —dije, aunque sin ímpetu—, también pediré el regreso de Hu. Me parece una tontería despedirlo por eso.

Urcay pareció tranquilizarse, aunque en su rostro aún vagaba la sombra de la duda. Determiné que era el momento de actuar. Pendiente de Li Lin por el rabillo del ojo, extraje con cuidado la carta.

—Quiero que le lleves esto a Lietca hoy por la tarde a más tardar.

—¿Qué? 

Urcay observó la carta como si fuera su sentencia de muerte.

—No. Es arriesgado. 

—Lo harás —le dije—. O nos iremos despidiendo de este mundo.

Mis palabras le desconcertaron. En mi expresión no había señales de debilidad, por suerte. 

Urcay se removió y pugnó por desobedecerme. Tomé el bolsillo de su túnica, lo abrí y metí la carta. Pero él se movió antes de que estuviera en el fondo. La carta planeó y se precipitó hacia el suelo. Traté de tomarla en el aire, pero solo conseguí tirarla más lejos. 

Un sudor frío recorrió mi espalda. Como un gato, salté hacia ella y la oculté debajo de mi manga, pero era demasiado tarde.

Li Lin había visto la carta con su rostro habitual, como si fuera un objeto cualquiera, pero mi instinto me gritó que por dentro estaba muy interesada.

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