URCAY (2)

El loco hace una locura

Se quedó anclado al suelo, con el rostro turbio y un zumbido en los oídos. Eunor se desplegó igual que una mariposa y se alejó silenciosamente. El tenue perfume de carmines planeó en la atmósfera y lo impregnó como una gota de tinta. Aunque lo ansiaba, fue incapaz de detenerla y pedirle explicaciones. Se sentía aturdido. Miró el jardín sin atreverse a cerrar los ojos y dejó que el tiempo se consumiera alrededor, ajeno a los acontecimientos.

Los recuerdos afloraron a su memoria. Estaba en casa, era año nuevo, y su madre, desde el otro lado de la mesa, le gritaba:

«—¿¡Cuándo vas a conseguir una esposa!? Ya tienes cuarenta años. ¿Acaso pretendes deshonrar la familia?»

Quizá todo hubiera comenzado ese día. Era muy probable. Ese había sido el punto de inflexión del infierno que vendría. Ya entonces sospechaba que sus padres estaban preocupados por su situación sentimental y que querían casarlo lo antes posible con una joven muy «buena». Él siempre se mantuvo indiferente. Y al parecer, esto había acabado por hacer estallar a su madre. El caldo de fideos se le atoró en la garganta. No le gustaba cenar en casa, pero tenía que seguir las costumbres. 

«—Tu madre tiene razón, Urcay —agregó su padre en tono grave—. Eres nuestro primogénito y la única esperanza del linaje Nurhaci. Cuando perdimos a tu tío y toda su familia en el Gran Incendio, no quedó nadie más que pudiera prolongar este noble apellido.»

«—¿Cuándo te vas a casar? —su madre dio un puñetazo y los cuencos se sacudieron—. ¡Qué desperdicio! ¿Sabes cuánto nos sacrificamos para que crecieras saludable y tuvieras un buen empleo? ¡Por todos los diablos, al menos deberías actuar con más conciencia!»

«Cásate, cásate, cásate». A veces, deseaba ser un mono y desconocer lo que estas palabras significaban. Toda su vida lo habían perseguido como un guardia que vigila al preso del calabozo. Urcay había aprobado los exámenes imperiales con una excelente calificación y, gracias a su talento, logró convertirse en el doctor personal del Emperador. Sus ideas eran revolucionarias y se le respetaba en los círculos eruditos. Sus libros de medicina conquistaron incluso el extranjero. Pero, aun así, para sus padres —y para él mismo—, había fracasado en la vida. 

Oportunidades hubo: Mei, Wen, Shang, todas ellas muy hermosas y de respetables familias. Ninguna le conmovió. Pensó por aquellos días que ya tendría tiempo de atender sus asuntos matrimoniales, pero cuando trepó hasta los treinta, y peor, cuando rozó los cuarenta, las pretendientes desaparecieron. Sus colegas se burlaban y le apodaban «El esposo de la prostituta» queriendo decir que solo una mujer de ese calibre aceptaría casarse con él. 

De pronto, escuchó los tambores ceremoniales y vio llegar al Emperador. Rápidamente se inclinó.

Mientras agachaba la cabeza, a hurtadillas observó por el costado de un noble que no cesaba de temblar. Y pensar que ahora que había hallado a la indicada, tenía prohibido casarse con ella. Los últimos meses, el estrés y la presión de sus padres le tenían al borde del abismo. Dalia lucía muy asustada.

«A la m****a las costumbres —decidió—. Me casaré con ella. Punto. No importan los medios, no interesan las formas, no se pregunten por qué ni cómo.» El estrés acumulado lo superó por fin. Reproches diarios, el frío desprecio paterno. Su calma se hizo trizas.

Cuando sonó el gong y todos levantaron la cabeza, se dirigió derechamente hacia Dalia. Era muy difícil moverse entre el gentío. Había poco espacio y todos se amontonaban. Urcay empujó sin pedir permiso, pero cuantas más personas evadía, otras tantas surgían como sombras y le cerraban el paso. Pensó en golpearlos. Pensó en quemarlos vivos. Su cordura se desvanecía. Nadie le escuchaba. Todos estaban anonadados por el atuendo de Su Majestad y se molestaban cuando Urcay pretendía arrebatarles su puesto privilegiado.

Desesperado, observó a Dalia. La chica parecía haberse alejado miles de mundos de él. Era como si una pila de montañas se hubiera interpuesto entre ambos y siguiera aumentando la distancia. Dalia tenía una expresión alegre. No podía ser cierto. Sus labios pequeños incluso sonreían. 

«Pero ¿qué haces?»

Urcay se mordió la lengua y buscó enloquecidamente la manera de acercarse a su amor prohibido. Un rayo de sol le alumbró la frente como apuntándole. Esto debía parar. ¿Qué sería de él si Dalia se casaba?

«Si Dalia se casa enterraré mi última oportunidad de casarme y deshonraré a mi familia —concluyó—. Mis ancestros me maldecirán. Seré "El esposo de la prostituta" y quién sabe qué cosas más. Quedaré en la ruina más absoluta, y fracasaré como hombre y como hijo. Si ella se casa... será mi final, sin duda —tragó saliva—. ¡No puedo dejar que eso suceda! ¡Lo juro!»

Nuevamente, buscó la manera de acercarse. La inmensa fila de cabellos desfiló ante él. Y entonces, como por arte del destino, al girar la cabeza reconoció a Eunor. En realidad, poco podía hacer ella para ayudarle en esta circunstancia, pero Urcay ya no razonaba. Lo movía la desesperación del miserable. Su amor se diluía y amenazaba con dejarlo para siempre en la más penosa desgracia. Eunor estaba apenas unas cabezas más allá. No le costó acercarse.

—¡Oiga! ¿Qué cree que hace? ¡Suelte a mi esposa, cerdo!

Aunque estaba lejos, Roman advirtió el suceso. Eunor se volteó sorprendida y Urcay la miró con el rostro desencajado. Su brazo la apretó con fuerza. El grito colmó la sala. Toda la audiencia del Palacio de la Sabiduría hizo de pronto silencio. Las cabezas se orientaron hacia Urcay y se miraron unas a otras con confusión. Su Majestad consultó con Huo en un intento por comprender la situación: su rostro lucía confundido e iracundo. Pero Urcay no se amedrentó. Se agachó, y, como un occidental, besó a Eunor en la mano. 

La sala miró con perplejidad. Todos lanzaron un gritillo. Las damas abrieron la boca y hasta se tragaron algunas moscas.

—¡Maldito, ahora verás! 

Roman se puso como un toro. El pequeño hombre se aproximó empujando a todo el mundo. Tenía el rostro purpúreo y los ojos inyectados en sangre. 

—Dígame, ¿esto también estaba en sus planes? —preguntó Urcay a Eunor, y se carcajeó para que todos le oyeran.

De alguna forma, el perímetro se había despejado y estaban los dos en el centro de un círculo bien definido. 

—¡Qué hace! ¡Suélteme! —le imprecó Eunor.  

Pero Urcay siguió sosteniéndola. En voz baja, le dijo:

—Quiero que sepa que me he visto obligado a hacerlo. Era la única manera. Ahora —y vio que Dalia lo miraba—, ya tengo su atención.

Un hombre escupió al ser empujado por Roman. Urcay inhaló todo el aire que pudo.

—¡NO QUIERO QUE MUERAS! —rugió con todas sus fuerzas.

Algunos se taparon los oídos.

—¡Sé que parece que haces lo correcto! ¡Pero desiste de una vez y aléjate de este lugar!

Su Majestad le dijo algo soez a uno de sus ministros.

—¡¿No sabes que podrías morir!? ¡Tienes a alguien que te aprecia! ¡Deja de jugar! ¡Tu falso rostro será descubierto!

Urcay se calló al fin. No podía decir nada más sin levantar sospechas y ya se había arriesgado bastante. Aunque sus palabras sonaron extrañas, todos creyeron que se refería a Roman, incluso el propio Roman. Este lo tomó muy a pecho. Redobló sus empujones y arrastró consigo a una dama que cayó de bruces en el suelo frío. Finalmente, entró al círculo. Su nariz brincaba descontroladamente. Si hubiera traído puñal, se habría abalanzado sobre Urcay. 

El doctor esperó. Soltó a Eunor, y pensó qué hacer ahora. Su misión estaba concluida. Había advertido a Dalia y ahora ella sabía que contaba con él. Era también la confesión de su amor. Era la declaración de su entrega. Sin embargo, Roman no parecía dispuesto a una capitulación. 

Cuando se disponían a resolver la disputa, una gruesa y profunda voz les taladró las orejas.

—¡Basta! —gritó el ministro Bo.

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