Mundo ficciónIniciar sesiónPOV Dalia
Era la maña del siguiente día. Todo había pasado tan rápido que aún no sabía si despertaba o me habían empujado a un sueño cruel.
Eunor me entregó al maestro de ceremonias.
Kuan se acercó y me saludó con una inclinación de cabeza. Era un hombre feo. Al hablar, dejaba a la vista sus dientes desordenados. Sentí su aliento en mi rostro. Olía a vino y se tambaleaba de borracho.
—Hola, señorita Lietca.
—Es un placer —dije en tono altivo, tratando de imitar a Lietca.
—Es por acá.
Me despedí de la señora Eunor. No la volvería a ver por un tiempo. Tambaleándose, Kuan me condujo adentro, al pabellón. Se veía patético.
Allí, nadie se tomaba en serio la ceremonia. Las damas se reían por lo bajo y algunas hasta ponían mala cara. «Mira ¡Qué fea es!» «¿Es verdad que el Emperador la desprecia?» «Su Majestad es muy guapo, ¿cómo podría gustarle algo tan horrible?»
Hice como que no oía los comentarios. Siempre me habían tratado como a un ser inferior. Estaba acostumbrada.
Pensé que si Lietca estuviera allí, los mandaría a volar. Era una mujer terriblemente vanidosa. Teóricamente, podía reaccionar como ella, pero preferí el silencio.
Llegamos al pequeño pabellón donde se alzaba una tina llena con agua perfumada. Varios pétalos flotaban y esparcían una fragancia penetrante.
Dos eunucos y dos damas me esperaban en la plataforma. Kuan se alejó y me deseó buena suerte con una sonrisa sarcástica.
—Señorita Lietca —dijo una de las damas—. La asistiremos en el ritual. Por favor, no se preocupe.
Le vi el rostro y noté que era la única que no me juzgaba. Los dos eunucos me miraban como si fuera un montón de estiércol.
—¡Espera! —le dije—. ¿No se retirarán?
Señalé a la multitud. Aunque solo había eunucos y damas, me sentía cohibida. No era que me avergonzara de mi cuerpo, sino que no creía que fuera necesario mostrarme como una pieza de artesanía.
—No. Ahora desvístase.
El eunuco me agarró de un brazo, y me apretó. Gesticulé. En un segundo, me despojaron de la bata y quedé desnuda frente a todos.
«Es igual a nosotras», dijeron. «¡Qué va! Su cabello es rojo y repulsivo. Y es muy gorda.»
Percibí sus miradas juzgadoras sobre mí. Traté de proteger mis partes privadas, pero las damas lo impidieron. Me rociaron un polvo extraño y me untaron aceite.
—Siento pena por Su Majestad. ¿Cómo podría servirlo ese mamarracho?
Desde luego, iba a ser difícil ganarme su confianza. Por alguna razón me reí. La señora Eunor me había hablado de los estándares de belleza de Oriente. Uno de ellos era el peso y el color del cabello. Cuanto más negro, más puro.
«Pueden irse al carajo —pensé—. Si al Emperador no le gusto, qué más da. Allá él.»
¿No había sido mi vida siempre así? Rechazada, despreciada... Era mi área, mi zona de confort. Sería mejor que no me provocaran.
El pensamiento me elevó la confianza. Me sentí mejor. Me relajé. Alcé los brazos, desafiante, y les invité a que me untaran el polvo también en las axilas. Así es como debía actuar; así era Lietca.
—¡Qué barbaridad! —murmuraon—. Parece que le gusta.
Los eunucos me tomaron de las muñecas y me obligaron a entrar en la tina. Acto seguido, las damas usaron unos cuencos y me bañaron. El perfume inundó inmediatamente mis vías respiratorias.
Ahora estaba «purificada», según la tradición. Sin querer, estornudé.
Se produjo una reacción en cadena. La multitud se burló.
—¿He oído bien? ¡Ha estornudado!
Las risas continuaron. Algunos hasta me insultaron directamente. No les presté atención.
Por su parte, los eunucos parecían impacientes. Me apartaron de la tina y me secaron. Para ellos no era más que una muñeca. Pasó un rato antes de que un criado, apenas un niño, trajera el vestido.
Las damas se dieron prisa. Desdoblaron la tela y empezaron a cubrime capa por capa. Era la cosa más humillante del mundo. No había diferencia entre una cebolla y yo. Mientras tanto, los eunucos se encargaban de mi peinado. Sus manos bailaban y distribuían las hebras con maestría. Ponían arfileres y perfumes. Cuando terminaron, parecía que me hubieran puesto varios vestidos.
Obviamente no me sentía cómoda. El traje de las concubinas era muy elegante. Rojo, bordado, y rematado con adornos de jade y oro. Pero uno no podía moverse con libertad. La larga cola lo impedía, y los brazos quedaban apresados.
Muchos en la multitud se me quedaron viendo como un fantasma. Nadie dijo nada. La habitación quedó muda. Ni una mosca volaba.
—Es una aberración —soltó alguien.
Todos perdieron de súbito el interés. El espectáculo los había colmado.
—Listo —dijo la dama—. Ahora, síganos.
Sin esperar una respuesta, las dos damas emprendieron la marcha. Claro, para ellas era muy fácil. No tenían que arrastrar los pies como un niño que recién aprende a caminar.
[...]
—Alteza —comunicó la dama—. La Séptima, Lietca Garlich.
Jamás había visto a la Emperatriz. Su presencia me intimidó un poco.
«Esta es la mujer más poderosa de Oriente», pensé. ¿Apuntar a reemplazarla sería demasiado ambicioso? Quizá, pero si ello significaba salvar a mi hijo, sería mejor que se preparara.
—¡Ah! Esta es.
Su tono era frío. Una voz que combinaba con su belleza distante, casi divina.
—Es una mujer común y corriente. No veo por qué el escándalo.
Noté que en la habitación habían más mujeres, vestidas igual que yo. Debían de ser las demás concubinas. Todas me superaban en edad y rango. La que había hablado estaba a mano izquierda de la Emperatriz. En total había seis.
Sus miradas eran de serpiente. «Te destruiremos», parecían decir. Su aura desprendía enemistad. Lietca las habría desafiado, pero ese no era mi modo de hacer las cosas.
Me arrodillé en el cojín que había delante. Tranquila, serena como un estanque en verano. Mi actitud logró desconcertarlas. Se clavó en su orgullo. Un puñal invisible que avivó su desprecio. Quizá eso les sirviera para comprender que yo no sería una manzana fácil de pelar.
—Supongo que no estarás al tanto de cómo funciona un harén —apuntó la Emperatriz.
—Más o menos, Alteza —dije. Eunor me había advertido cómo debía dirigirme a ella.
«No lo olvides. Su Alteza podría castigarte.»
—Manos o menos, ¿eh? Ustedes los occidentales no son civilizados —arrugó las cejas—. Espero que aprendas rápidamente.
—Haré todo lo que esté a mi alcance, su Alteza.
—Es lo que debes —me miró—. Ahora, tú eres la séptima concubina del Emperador. Estás en la obligación de servirlo siempre que lo requiera sin queja. Tus gentes no podrán comunicarse contigo, a menos que Su Majestad lo permita. Se acabaron tus tradiciones. Tendrás que aplicarte a las nuestras. ¿Te quedó claro?
—Sí.
—Bien. Te sugiero que seas cuidadosa y muy inteligente. No eres más que una mujercita que ha sido elegida por cuestiones políticas. Estás aquí de arrimada. Observa a tu alrededor.
Me invitó a que lo hiciera.
—Estas damas han pasado su vida entera luchando para llegar hasta donde están. Y tú ocupas su lugar porque sí. Que la arrogancia no se te suba a la cabeza. Aquí no eres bienvenida.
Las concubinas sonrieron con malicia. Eran todas hermosas. La Emperatriz tenía razón. Se habían instruido desde pequeñas. Su educación, de la más alta calidad, contrastaba con la mía. A su lado yo parecía una campesina que había entrado allí por error.
—Puedes llegar a ser la Emperatriz —continuó ella en tono expositivo—. Es la norma. Sin embargo, antes deberás superarnos a nosotras. A cada una... Te aconsejo que no lo intentes. Sufrirás las consecuencias.
Hizo silencio. Dejó que yo captara el mensaje. Después, llamó a los sirvientes y las puertas se abrieron.
—Su Majestad Imperial te espera —expresó con una indiferencia insultante—. Es hora de la consumación. Eso es todo. Ahora vete.
Aunque no se me notaba, me sentía humillada. Me levanté, me arreglé el vestido y me apresuré a salir de aquel nido de víboras. Sin embargo, la Emperatriz me detuvo:
—¡Ah, lo olvidaba! Me han dicho que eres muy terca. Si acaso crees que mis palabras son vacías, recuerda que los envenenamientos son muy comunes.







