URCAY (1)

La novia

Todos y cada uno de los allí presentes se habían enterado de la noticia. Era el tema principal de la conversación. Los nobles de las más importantes familias se susurraban unos a otros los chismes de último minuto. Su majestad no había cancelado la ceremonia a pesar de todo. Sin duda, debido a su tacañería. Todos sabían que Huo, el consejero principal, le había recomendado que separara el matrimonio y el nombramiento en dos ceremonias diferentes. Pero el emperador se había enojado terriblemente y le había recordado que ya no tenían riquezas en las arcas, aunque no fuera verdad.

En el Palacio de la Sabiduría, se respiraba un aire templado. Los músicos tocaban con cierta pereza y los demás invitados —comerciantes, funcionarios y poetas—, se mantenían al margen y preferían no participar de la conversación. Todos estaban expectantes. El maestro de ceremonias, Kuan Feng el Correcaminos,  corría de un lado para otro con su traje llamativo y su extraño peinado, gritando órdenes y dando palmadas a los pobres sirvientes que no habían terminado de poner un jarrón allí, un arreglo de flores allá.

Jun Lien llegaría a las nueve en punto. Y su futura esposa, Lietca Garlich, a las diez. Hasta entonces, solo podían esperar.

—Es aburrido. Pero se escuchan cosas muy interesantes —Fang le tendió una copa de vino.

El doctor supremo de la Corte, Urcay, lo miró de arriba a abajo. Había salido al jardín a respirar aire más puro y ahora tenía que vérselas con aquel tonto. Sin embargo, aceptó la copa.

—Dicen que se quemó toda la residencia, hasta los cimientos —continuó Fang—. Yo no la he visto, pero estoy seguro de que fue un incendio provocado. 

Por supuesto, Urcay estaba al tanto de la noticia de la que todos hablaban. La residencia provisional de Lietca Garlich había ardido la noche anterior. Nadie sabía qué había ocurrido a ciencia cierta, pero todo olía muy mal. Sin duda, el Jun Lien habría pasado unas últimas horas angustiosas. Como estaba prohibido acercarse a la novia antes del casamiento, Lietca había estado sola cuando la residencia se incendió. Debió ser terrible para ella.

Pero había algo muy extraño en todo este asunto, y por eso tanto chisme y jaleo. Nadie sabía dónde estaba Lietca, aunque su madre, Eunor Garlich, al parecer le había confirmado a Su Majestad que no había nada que temer.

—¿También lo piensas, verdad? —preguntó Fang, leyéndole la mente.

—Sí. Algo no encaja.

—Mira, ya vienen. 

Fang le chuzó con el dedo y Urcay se giró. Las puertas de la entrada principal se agolparon de chismosos cuando los carruajes de la familia Garlich aparecieron. En la Tierra de la Niebla, aquello era una rareza que pocas veces se podía observar. No solo eran los carruajes, sino también las gentes de ojos azules y cabello rubio que emergieron de estos. Algún niño soltó un gritillo y le preguntó a su mamaíta si eran demonios. 

Eunor y Roman Garlich presidieron la comitiva. Sus hijos les secundaron. En total, había 22 occidentales. 

—¡Qué gentes tan feas! —dijo Fang, torciendo el gesto.

Urcay no respondió. Por un lado, porque no estaba de acuerdo, y, por otro, porque buscaba a alguien con la mirada. Pero Dalia no estaba entre los recién llegados. De pronto, se sintió desangelado y con ganas de irse. Había perdido todo el interés en la ceremonia.

—Mademoiselle Eunor —expresó Kuang el Correcaminos—, es un placer tenerla entre nosotros, y, por supuesto, también a usted, monsieur Roman, y a sus ilustres hijos. Sean bienvenidos al Palacio de la Sabiduría. Su Majestad estará con nosotros en unos minutos.

Kuang el Correcaminos ordenó a los músicos que tocaran los tambores ceremoniales. En un instante, la sala se llenó de ruido. Varios de los nobles más respetados aprovecharon entonces para acercarse a los Garlich e intercambiar saludos. Era gracioso. Los occidentales les tendían la mano y los nobles inclinaban la cabeza.

—Iré a saludar —dijo Fang—. Soy el capitán de la guardia después de todo. ¿Vienes?

—No —dijo Urcay.

Aunque fuera el médico personal del Emperador, creía que no estaba obligado a seguir la etiqueta. Se quedó allí, en el jardín, contemplando los sauces llorones y el arroyo que los rodeaba. La naturaleza lo solía tranquilizar, pero esta vez su mente no se despejó. Se empezó a preguntar qué estaría haciendo Dalia, y se preocupó al pensar que algo peligroso le hubiera sucedido. La chica no era de la familia, pero Eunor la trataba como si lo fuera, por eso nunca salía sin ella a ninguna parte. 

Urcay había conocido a Dalia un mes atrás. Por esos días, hubo un brote de fiebre entre la población. La enfermedad también llegó a la corte. Nadie más que Su Majestad y sus hombres de máxima confianza sabían de los Garlich, por eso, cuando Urcay entró en el cuarto de la sirvienta, se quedó estupefacto al mirarle el cabello rojo como la pulpa de una papaya y los ojos verdes como un limón. Eunor había insistido a Su Majestad para que Urcay tratara a su protegida, pese a que tal cosa podría poner en riesgo su identidad. Su Majestad accedió, pero con la condición de que Eunor le haría un favor más adelante.

«Sálvala, te lo ruego —le había rogado Eunor—. Dicen que eres el mejor médico del mundo.»

Urcay había quedado estupefacto al escuchar a la mujer hablar su mismo idioma. Después había sonreído, pero al notar la firmeza con la que la dama lo veía, supo que tenía que salvarla.

«Haré todo lo que pueda, señora —le había prometido.»

Después de eso había trabajado día y noche. Todavía recordaba cómo Dalia torcía el gesto cuando intentaba hacerle beber el remedio. Ella hacía pucheros como una niña. Al principio había creído que se apresuraba a ir a verla porque le parecía una criatura curiosa. Después descubrió que estaba enamorado.

—El honorable Jun Lien —anunció el vocero de la corte.

Sonó el gong. 

Kuang el Correcaminos hizo una seña y de pronto los flautistas entonaron una melodía. En la sala, las miradas se concentraron en la entrada oriental. Nadie abría los labios. Como por arte de magia, había aparecido una alfombra blanca que el maestro de ceremonias había elegido personalmente. Era exquisita. Los oficiales de guardia se acomodaron en fila y crearon un corredor que partía desde la entrada hasta el centro del Palacio de la Sabiduría. Por allí, apareció Jun Lien.

Urcay fue uno de los primeros en notar su cansancio. El hombre parecía haber envejecido una década en cuestión de días. Tenía unas ojeras profundas como una caverna, y su larga cabellera lucía deshilachada pese al peine. Llevaba puesto el hábito tradicional de la ceremonia, muy sencillo, de color tierra, que representaba humildad. Sin embargo, esto solo contribuía a hacerlo parecer más descuidado. Su apariencia despertó murmullos entre los asistentes. Kuang, algo confundido, habló:

—Hoy, un hombre ilustre se une a la senda de los rectos. 

Los tambores y los flautistas se unieron en una sonata. 

—Y ahora, la señorita Lietca Garlich —anunció el vocero.

Las miradas pasaron de Jun a la entrada occidental. Esta vez, la expectación era mayor. Nadie sabía qué había ocurrido con Lietca. Algunos aseguraban que las llamas le habían lamido el rostro y otros decían que le habían amputado los brazos. Pero lo cierto es que nadie más que Eunor conocía la verdad.

Cuando la mujer apareció por el portal, los murmullos cesaron. Hasta la gruesa y saturada alfombra púrpura que habían extendido a sus pies pareció congelarse. Incluso los músicos dejaron de tocar por un momento. Lietca Garlich estaba intacta. Sus cabellos rubios lucían igual que siempre y su tez lechosa estaba tanto más pálida e indiferente. Sus brazos eran del mismo tamaño y no había señal de vendajes por ninguna parte. Todos los nobles quedaron paralizados, como derrotados por una aparición tan triunfal. En los cerebros, no se explicaban el milagro. Ellos esperaban un monstruo. Sin duda, al menos una pequeña herida debía tener, pero por mucho que buscaron y examinaron, no hallaron nada. Muchos se sintieron decepcionados.

—Señorita... Lietca. Es un placer —Kuang el Correcaminos tampoco daba crédito.

Hubo un silencio sepulcral. Lietca se removió. Cada persona en el Palacio la miró aturdida, pero uno en especial tenía una expresión diferente. Una que parecía la máscara del terror. Era Urcay. El médico había quedado anclado al suelo, incapaz de apartar la vista de Lietca. Sus pensamientos iban a toda velocidad.

«Pero, ¿qué está pasando? —se dijo—. Esas manos, esos rasgos, esa figura; No, por ningún motivo los confundiría. ¿Qué haces, Dalia?»

De entre los cuatrocientos presentes, salvo Eunor, el único que había descubierto el engaño era Urcay. Ni siquiera Jun se había percatado de que la mujer que estaba frente a él y con la que se casaría en un par de horas no era Lietca, sino otra, de nombre Dalia.

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