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Capítulo 5: Las promesas no deberían romperse

POV Emperador Youn

Siempre odié a mi padre. Desde niño, me exigió más de lo que yo podía ofrecer. Lo sabía y aun así se negaba a creer que mis habilidades no se comparaban con las suyas. Mi padre era muy fuerte, forjó con mano de hierro el Imperio que ahora me tocaba gobernar.

Después de que Lietca me hablara de la poción que prometía curar mi enfermedad, no pude dormir esa noche. Me senté en el borde del pasillo exterior y contemplé las estrellas deseando que el milagro se materializara.

La noche era clara y el cielo estaba cubierto de luz. Mi madre me había enseñado a identificar las constelaciones y me había enseñado cómo se llamaban. El Olmo, El Río Bravo, Caballos Desbocados... Las nombré a todas como si estuviera en clase de astronomía. 

También la extrañaba. Cuando me sentaba en su regazo a leer poesía, ella me hablaba de lo importante que sería que creciera feroz como mi padre. Ahora estaba solo en el mundo, y no había crecido fuerte como ella esperaba.

A pesar de que tenía a los consejeros, a las concubinas y, desde luego, a la Emperatriz, me sentía desamparado. Ninguno de ellos me inspiraba la confianza que mis padres implantaron en mí.

Urcay me despertó con un pinchazo.

—Su Majestad, despierte.

Lo escuché como si fuera la voz interior de mi cabeza. 

—Su Majestad —repitió.

Finalmente, abrí los ojos. Urcay estaba frente a mí, examinándome con su impertinente visión de médico.

—Parece que ha trasnochado. Déjeme adivinar, ¿es por culpa de esa concubina?

Los recuerdos afloraron a mi memoria. La noche anterior todavía me parecía una especie de alucinación. La oscuridad, la vela, su cabello castaño...

—No. Es porque me quedé a ver las estrellas mientras pensaba en un buen poema.

Urcay no se lo creyó.

—Sí —dijo—, seguro. Pero ahora eso ha reducido la probabilidad de que hoy tenga un día apacible. En mi opinión, la falta de sueño eleva el mal temperamento y el estrés.

Con los músculos entumecidos, me levanté. La espalda me dolía por haber dormido apoyado en una columna de madera. Me costó enderezarme.

—Ustedes lo jóvenes rebosan de energía  —comentó Urcay—. Si hubiera cometido la locura de dormir en esa posición, no podría levantarme en semanas.

—¿Qué dices? No eres tan viejo, bribón.

—Y usted debería prestar más atención a su salud —me tendió un brazo y me ayudó a caminar.

—¿A dónde me llevas?

—Es un secreto.

Atravesamos el jardín y nos dirigimos a la herrería. Mostré mi admiración:

—¡No me diga!

—Ja, ja. Sabía que iba a adivinarlo antes de tiempo.

—¿Entonces es verdad? 

—Espere a verlo —Urcay se llevó el dedo a la nariz—. En mi opinión profesional, ha sido un espléndido trabajo. Las manos de Hu son realmente un regalo de los cielos. Trabajó día y noche, como usted se lo pidió.

—¡No hacía falta! —exclamé, pero ya corría.

Me sentía eufórico como hace mucho no sucedía. La idea se me había ocurrido hacía cuatro meses, cuando concertamos la cacería con el general Ching. Este era un hombre muy querido por mi familia que se había ganado su sitio a base del esfuerzo puro y duro. Yo lo respetaba, pues era de los pocos sirvientes de mi padre que aún subsistían.

Aquella vez, por alguna razón, Ching trajo a su familia. Y ahí estaba Mei. La pequeña Mei. Cuando la vi por primera vez, detrás de las faldas de su madre, se me marchitaron las fibras del corazón.

La niña padecía una extraña enfermedad que le impedía caminar y mover los brazos como un ser humano común. Sus movimientos eran torpres y lerdos, y hablaba torciendo la boca. Siempre había que cargarla y limpiarla cuando hacía sus necesidades. Mei dependería de la buena voluntad de los demás por el resto de su vida.

Pero aun así, siempre sonreía. Lo que más me sorprendio fue hallar un ser muy alegre, en lugar de uno muy desconsolado. Mei siempre me animaba. No sabía de dónde podía una persona con tantas limitaciones extraerle brillo a una existencia oscura.

«¿Qué quieres para tu cumpleaños?», le había preguntado.

«Quiero una muñeca que pueda bailar. Quiero que ella baile por mí en la fiesta.»

Tenía una sonrisa pintada en el rostro cuando encontramos a Hu en la herrería principal. La casucha donde trabajaba olía a hierro fundido y roble quemado. El pobre estaba cubierto de sudor y lucía unas profundas ojeras, sin duda había trabajado duro. A pesar del calor insoportable, me metí casi hasta el hornillo.

—¿En dónde está? —le apremié.

—Su Majestad, yo... 

Hu se apretó los labios y agachó la cabeza. Urcay y yo cruzamos miradas preocupadas. De pronto, nuestra animosidad cayó por los suelos.

—¿Qué pasa? ¿Acaso la destruiste?

Hu iba a decir algo, pero calló. Nos miró como pidiéndonos disculpas y clavó la barbilla en el pecho. Fue cuando la silueta emergió de las sombras.

—El herrero principal está castigado por haber fabricado un artefacto sin el permiso imperial. 

Palidecí. Urcay también. Perdí el ánimo y las ganas de continuar el día. La Emperatriz se quitó la capucha y flanqueó a Hu, que parecía profundamente avergonzado por haberle tendido la trampa a Urcay, y, por consiguiente, a mí. Seguramente le dolía haber sido descubierto. Teníamos un pacto. Urcay compraría los diseños, Hu la fabricaría y yo la llevaría a la cacería.

—Su Alteza —dije con la voz quebrada. Me sentía como un pilluelo atrapado.

—Buen día, Su Majestad —dijo ella—. No sé si está usted al tanto de esta actividad.

Urcay trató de esconder el rostro detrás de unas tablillas.

—Yo se lo pedí —confesé. 

No tenía sentido ocultarlo ahora.

—Eso pensé —la Emperatriz extrajo el objeto de su vestido—... Y le recuerdo que las reglas del Palacio son claras respecto a estas actividades... La tesorería debe estar al tanto de cualquier proyecto que se realice con las arcas del Imperio, más si lo propone usted, Su Majestad.

Percibí en sus palabras un vago tono de burla. Ese sarcasmo leve pero cognoscible con el que siempre me amonestaba, a veces me hacía querer ahorcarla. Desde luego, sabía por qué se lo había ocultado. Y aún así seguía con su cantaleta. Era humillante.

—Sabes que esto no hubiera sido aprobado por el consejo —dije.

Ella no se inmutó.

—No se equivoque, Su Majestad. Aunque lo que dice es cierto, se violó la ley.

La Emperatriz dio unos pasos hasta el fuego.

—¿Qué va a hacer? —Hu no pudo evitar el reclamo. Sentí en su voz la vulnerabilidad de una presa. Debía haber puesto todo su empeño en el artefacto y ahora presentía su horrible destino.

—Cállate, herrero.

—No lo hagas... ¿Por qué no lo dejamos aquí? ¡Qué más da después de todo!

—¿Crees que soy tonta? 

La Emperatriz desanudó la tela que cubría el artefacto con mucho cuidado. Sus dedos largos y finos trabajaron con elegancia suprema. 

La tela cayó al suelo y levantó una nubecilla de polvo. Por fin, el artefacto quedó al descubierto. Ni siquiera yo lo había visto. No quería privarme de contemplarlo, así que me acerqué tímidamente con los ojos muy abiertos. Afortunadamente, el fuego lo iluminaba. 

La muñeca, despojada ya de la tela que la cubría, resplandeció frente a mí.

Urcay había acertado. El trabajo era espléndido. La muñeca tenía una belleza sin igual, hipnótica. No hacía falta ser un artesano para reconocer la maestría de un genio. Las rodillas, el cuello, los codos... Cada articulación tenía vida propia. No me extrañaba que hasta pudiera montar en un jabalí como una persona.

Sin duda, la pequeña Mei iba a alegrarse con el regalo. A menudo, pensaba en ella, tanto porque me acongojaba verla así como porque temía que mi primogénito naciera con alguna dificultad parecida.

«Quiero una muñeca que pueda bailar. Quiero que ella baile por mí en la fiesta.»

Las lágrimas afluyeron a mis ojos cuando la Emperatriz dejó colgando la muñeca peligrosamente cerca de las llamas. Los pequeños pies amenazaron con incendiarse. No quería romper mi promesa. Como se lo había prometido a Mei, la muñeca bailaría en su lugar en el cumpleaños. 

—No lo hagas, te lo suplico —la tomé de las vestiduras—. La pobre chica... ¡pobre criatura! Se va a morir de tristeza.

—Reglas son reglas —de pronto, la Emperatriz esbozó una macabra sonrisa—. Pero puedo hacer algo, si tanto lo deseas. Te tengo una proposición.

—¡Lo que sea! —grité desesperado.

—Quiero que me digas qué sucedió anoche con la concubina occidental. Hasta el último detalle. De lo contrario, echaré al fuego a esta fea cosa.

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