El inicio de la conspiración
No había salón de baile en el Palacio de la Sabiduría. Eunor se lamentó. La prestigiosa dama siempre había disfrutado de las veladas en las que el vals figuraba como principal atractivo. En la Tierra de la Niebla, la «elegancia» tenía otro significado. Allí, los vestidos ornamentados con amplios volantes, los chalecos y los fracs, las medias altas y los corpiños causaban consternación. Ellos preferían las prendas sencillas, pero razonablemente adornadas.
—Cariño —le susurró Roman—, ¿dónde está Lietca?
Su esposo la sacó del ensimismamiento. Tenía un don para ser inoportuno. Eunor reprimió su irritación mientras saludaba de la mano a un comerciante llamado Xin.
—Está en los vestidores preparándose —respondió Eunor secamente.
—En los vestidores... pero, ¿no es tarde?
—¡Déjame en paz! Lietca apenas ha tenido tiempo de reponerse de lo de ayer y tú estás preocupado por la puntualidad. Deberías avergonzarte. ¡Hola, señor Fang!...
En esas, el capitán de la guardia se había acercado y les saludaba con una inclinación de cabeza. Su rostro lucía radiante. Pero Eunor habría apostado un tal de oro a que por dentro no cabía del asco. Ese hombre odiaba a los occidentales.
—Señora Eunor —saludó Fang con una sonrisa falsa—. Está reluciente el día de hoy. Y usted, honorable Roman, también luce espectacular.
Roman infló el pecho y escuchó con aprobación las mentiras del capitán. Por supuesto, no se enteraba de nada. A veces, Eunor sentía deseos de agarrarlo de los pelos y tirárselos con todas sus fuerzas.
—Me cuentan que ha ocurrido una desgracia en la residencia de la señorita Lietca. Díganme, ¿ella está bien?
Fang iba directo al grano. Sin duda, muy occidental. Debía ser la primera persona de la Tierra de la Niebla que no se expresaba con misticismos e indirectas que solo un adivino comprendería. Eunor se alegró:
—Ha oído bien. Mi hija tuvo mucha suerte de salir con vida de ese infierno.
—¿Cómo? ¿Entonces la señorita está ilesa?
—¡Por supuesto! Pero es usted muy gracioso, capitán Fang —dijo con sarcasmo—. Dada su posición, debe contar con montañas de detalles más que yo. De hecho, yo debería ser la que le pregunte ahora.
Fang sintió el golpe y su sonrisa se descascaró como la máscara mal pintada de un actor de poca monta, dejando ver por un instante la simpleza que había debajo. Obviamente no sabía nada, pese a ser, como decía Eunor, el que primero solía enterarse de todo. Iba a replicar, pero Eunor lo atajó:
—Si no le importa mi rudeza, ¿quiere decirme quién es ese hombre?
Eunor señaló de pronto a un individuo retrancado en una columna. Fang se extrañó ante la brusca petición, pero, ya que había hecho el ridículo, era mejor cambiar de tema.
—Es el doctor supremo de la corte, el señor Urcay Nurhaci. Tiene usted buen ojo para los raros, porque le aseguro que es el más extraño de todos.
—Pero, ¿es ese hombre un oriental? —Eunor fingió no saber nada.
—¡Claro! Lo que pasa es que pertenece a una etnia distinta a la nuestra.
De un momento a otro, el doctor suspiró y se llevó las manos a la espalda. En realidad, no le era para nada desconocido a la dama Eunor. Ya lo había visto actuar en persona cuando salvó a Dalia de las garras de la muerte. Era su tipo. Eunor le había prestado mucha atención, captando y examinando sus movimientos: no los del doctor, sino los del hombre. A la semana había obtenido información muy valiosa. Urcay estaba enamorado perdidamente de Dalia. ¡Ay, pobre hombre! Era feliz pensando que tendría una oportunidad. Quizá, debería agradecerle más adelante su arduo trabajo. Sin él no sería posible lo que sucedería a continuación.
—Pero —dijo Fang—, ¿por qué me pregunta sobre él?
Eunor iba a explicarse cuando el maestro de ceremonias anunció la llegada de Jun Lien. La sala se llenó de pronto de incienso y de música festiva. Un raro ambiente templado circundó. Fang y todos los demás presentes fueron atraídos de inmediato por el protagonista de la jornada. Pero Eunor continuó con la vista fija en Urcay, vigilante.
Pasaron los segundos y, tras unas palabras que Eunor no escuchó, el vocero de la corte anunció al segundo protagonista.
—Y ahora, la señorita Lietca Garlich.
El gong se detuvo. Las hojas de los sauces llorones admiraron su reflejo en el estanque. Todos murmuraron y alzaron la cabeza. Esta vez la expectación era máxima. Pero Eunor vigilaba fijamente al doctor, como si quisiera controlarlo con la mirada.
Los murmullos no se hicieron esperar. Un buen chisme siempre será puesto por delante de todo. Había gestos de incredulidad tanto en caballeros como en damas.
—¿Está intacta? ¿No le habían amputado los brazos? ¿No tenía el rostro vendado? ¿Por qué viste de ese modo? ¿No le pasó nada? ¿En dónde estaba? ¿Por qué tanto misterio?
La única que no participaba de los cuchicheos era Eunor. Sus ojos aguiluchos examinaban el rostro del enamorado. Primero, vio cómo las pupilas se le ensanchaban como si le hubieran atravesado el corazón. Después, los músculos se le aflojaron, la quijada se le desbarató y las piernas le flaquearon. Al final, el doctor parecía un huérfano.
«Tal como lo suponía —pensó Eunor—. Él ha descubierto el engaño. No me esperaba menos.»
Eunor zigzagueó entre la multitud con la ligereza de una grulla y un instante después estuvo detrás del doctor Urcay. Le rodeó con ambos brazos y acercó sus carnosos labios a sus oídos. Su perfume de carmines era penetrante y consiguió despabilar un poco al pobre enamorado. Debía escoger con sumo cuidado sus palabras.
—Sí, lo has adivinado —dijo en voz baja y seductora—. Es tal y como piensas, doctor. ¡Ay! No puedes imaginar lo duras que han sido para mí las últimas horas, tal vez necesite aliviarme, ¿no crees? —Eunor acercó su nariz al cuello de Urcay, aspirando su aroma; él no podía hacer nada—. Dalia tiene suerte de atraerle a un hombre como tú. Mírala. Está toda asustada. Si estos no fueran tan idiotas, ya se habrían dado cuenta de que esa no puede ser mi hija. Lietca es... ella es muy temperamental. ¡Pero mírala! Parece un pajarillo.
Eunor se pegó todavía más al cuerpo tembloroso del doctor.
—¿Sabes lo que le ocurriría si descubrieran que se hace pasar por un halcón? Sí. Sería sentenciado a morir en la jaula. O incluso peor. Tal vez sería desplumado aquí mismo... —Eunor sonrió con crueldad—. Pero supongo que no querrás eso, ¿verdad, doctor?... Lo que me recuerda una cosa... Por ahí me cantaron que a ti te gusta. Je, je. Sería triste que le cortaran las alas... —Eunor volvió a acercar su boca al oído de Urcay, y después dijo, en tono conciliador—: Hagamos un trato. Tú no le cuentas a nadie que ese es un pajarillo, y yo, a cambio, te favoreceré.
El doctor Urcay por fin tuvo fuerzas para decir algo. El tono con el que lo dijo fue sombrío y tembloroso:
—Tú..., detrás de todo.
—Así es —confesó Eunor, rozándole apenas la oreja—. Y ahora, tú también formas parte.