Mundo de ficçãoIniciar sessãoPOV Dalia
Salí de los aposentos de la Emperatriz con la sensación de haber sido pisoteada. Dos damas me custodiaron como si fuese una prisionera.
Tenía la sensación, sin embargo, de que me temían. Algo me lo decía desde el interior.
—Quiero estar sola —pedí.
—No podemos —me dijeron—. De ahora en adelante, usted estará bajo nuestra vigilancia.
Cada una me tomó de un brazo. Me tiraron y me condujeron por un pasillo exterior.
—¿A dónde me llevan?
—A los aposentos de Su Majestad Imperial. Él la espera.
—¡Ah!
Podría parecer increíble, pero mi corazón estaba en calma. No sabía lo que me esperaba a continuación. Decían que la primera noche era traumática. Aun así, no tenía miedo.
Por supuesto, las circunstancias me habían arrastrado en contra de mi voluntad a esta situación. Otros habrían imaginado que la pasaría mal, que me sentiría abusada. Pero, en realidad, estaba firmemente preparada para lo que ocurriera. Fuese lo que fuese, lo enfrentaría.
Pasamos por el lado de unos hermosos naranjos. Percibí su aroma fresco. Me prometí que al menos conservaría pura esa parte de mi corazón de madre.
—Es aquí.
Me sorprendió lo poco que tardamos.
La habitación privada de Su Majestad Imperial no se diferenciaba de las otras. Cualquiera habría pensado que le pertenecía a un comerciante, o a un sirviente.
Dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Por alguna razón, habían tapado las ventanas con tela gruesa. De tal modo que, aunque afuera hacía mucho sol, adentro parecía una cueva.
Las damas se marcharon.
—Espere aquí —me advirtieron—. Su Majestad se está preparando.
Asentí con humildad mientras me sentaba. La puerta se cerró y quedé en tinieblas.
Pasaron los minutos. Como no tenía nada que hacer, entrecerré los ojos y traté de distinguir algo. Logré identificar una cama, y una especie de mesa.
Eunor me había hablado un poco de Su Majestad.
Yo apenas lo había visto de lejos. Ella aseguró que era una persona afable, comprensiva y austera. Yo pensaba lo mismo. Se le notaba en el semblante que pertenecía al grupo de los «buenos».
Sin embargo, las personas suelen transfigurarse cuando nadie las está mirando.
De pronto, sentí una mano fría en mi hombro derecho.
—¡AHHH!
Creí que el alma dejaba mi cuerpo. Instintivamente, di un salto y me recargué en la pared.
—¿¡Quién está ahí!?
—Señorita Lietca —dijo una voz.
En medio de la negrura, apenas pude percibir una silueta que se aproximaba.
—¡Detente! —le amenacé.
—¿Vas a rechazarme así? ¿Estás segura?
El cuerpo se me heló. Reconocí la voz, aunque la había escuchado pocas veces.
—¿Su Majestad?
—¡Ja, ja, ja! —su risa era pícara—... ¿Quién más iba a ser? ¡Somos los únicos que tienen permitido estar aquí!
Salí de mi escondrijo.
—Lo siento —me excusé—. Creí que era... alguien con malas intenciones.
No dejaba de ser raro hablarle a la oscuridad. El Emperador tardó en responder.
—Um. Sí. Supongo que es normal. Debes estar nerviosa, ¿no es así?
—No estoy segura.
—¡Ja! ¿No estás segura? ¿Cómo es eso?
—Bueno, es que, salvo por el susto, me siento extrañamente tranquila.
—¿Sí? Es muy sorprendente.
A medida que mis ojos se acostumbraron, distinguí la silueta con más detalle. El Emperador estaba apenas unos centímetros delante de mí. Sin embargo, no podía verle la cara. Continuó:
—La señora Eunor me habló de tí. Te describió como una hija rebelde. Dijo que poseías cierto carácter...
—Mi madre es muy propensa a exagerar las cosas —repuse.
—También, me contó acerca de tu afán por los vestidos.
—Veo que está bien informado —le dije.
—Debes sentirte incómoda. Nuestras vestimentas son muy diferentes de las occidentales.
—Sí —reflexioné—... ¿Desea que me despoje de ellas? —Aquello me parecía excesivamente ceremonial. Al fin y al cabo, ambos sabíamos cómo terminaría.
El Emperador se sorprendió, sin embargo.
—Creí que vendrías a pedirme que te diera tiempo.
—No sería buena hija si me preocupara por cosas tan triviales. Debo servir a mi clan —le revelé.
—¿Aún eres virgen?
—Sí.
—Es algo. Circula el rumor de que a las mujeres occidentales no les importa ese aspecto.
—Es tan importante para nosotras como lo es para las orientales.
El Emperador suspiró. Escuché que se levantaba. Pensé que encendería una lámpara o una vela, pero, en cambio, se sentó en la cama. ¿Acaso pensaba hacer el amor en la oscuridad?
—Desvístete —me ordenó.
—¿Puedo acercarme? —con la negrura, pensé que lo mejor era estar lo más cerca posible.
—Sí... ¿Estás limpia?
—También nos bañamos, Su Majestad.
El Emperador soltó una risilla. No supe cómo, pero algo me decía que estaba nervioso. Más que yo.
—¡Vaya! La Emperatriz dice que ustedes son gentes muy sucias. A ella le pareces un ogro. No te quiere.
Noté que la voz se le quebraba, como si temiera referirse a su Alteza en frente de mí. Quizá de ahí provenía su nerviosismo, aunque no veía por qué.
«Esa mujer debe tenerlo totalmente bajo su control», pensé, de hecho muy admirada.
Como imbuida por este descubrimiento, me las arreglé para quitarme el vestido con maestría. La tela susurró suavemente en el suelo al caer.
Caminé lentamente. Desnuda. Desde niña, había sido consciente de mi belleza.
«Ahora te mostraré lo que es una verdadera mujer —me dije—. En un momento, olvidarás a esa Emperatriz,»
Ya empezaba a anochecer. Mi piel se puso de gallina. El suelo era frío.
—Eres hermosa —dijo de repente el Emperador.
—No me diga que puede ver en la oscuridad.
—Así es —confesó. Y para probarlo, agregó—: Tines una mancha en el vientre.
Era cierto.
—¡Increíble! —solté mientras me tocaba la mancha.
—También puedo ver tus pechos... y todo lo demás.
—Bien. Fíjese bien. Todo será suyo.
Me abalancé sobre él como una gata. Mis ojos no me habían fallado. Trepé la cama y me monté directamente sobre sus piernas. No dudé en abrazarlo.
Durante mi experiencia sexual, había aprendido que los hombres preferían la travesura y la morbosidad en el sexo. Aquellas que se quedaban mirando y se retraían, solían fracasar.
—¿Aún te parezco sucia? —le susurré.
Liberé mi aliento en su hombro y empecé a besarle el cuello. El Emperador todavía no se reponía de la sorpresa. Sin duda, debía estar acostumbrado a otro tipo de «ritual».
«Sí. A esto se le llama sexo, Su Majestad. Apuesto a que aún no sabes lo que es», pensé con malicia.
Acerqué mis labios a los suyos y lo besé. Él jadeaba y empezaba a reaccionar. Con sus manos, me aferró fuertemente. Luego, me tanteó el rostro.
—Eres muy hermosa —su voz emergió suplicante.
—Lo sé.
En seguida, desabroché su túnica y lo desnudé. Era un hombre flaco. Después, con sumo cuidado, deslicé mi dedo por medio de sus pectorales, mientras con la lengua lamía sus pezones. Debía marcarlo ahora. Él se retorció.
Seguí bajando. Más y más. Centré mi atención entonces en sus labios. Él olía delicioso. Su boca era dulce como una uva. Jamás había besado a un hombre tan limpio.
—¡Espera! —protestó.
De súbito, el Emperador despertó de su largo sueño.
Abrió mucho los ojos. Por un instante, vi a un hombre desamparado que intentaba proteger su más íntimo secreto. Pero ya era demasiado tarde.
Mi mano lo encontró. Con mis dedos lo sentí. Justo debajo de mí, donde debía haber un miembro viril y erecto, solo palpé una sustancia flácida, sin vida.
Al Emperador no se le había levantado.







