El amor de Eunor
Eunor se alejó silenciosamente de Urcay y regresó a su sitio al tiempo que los observadores se sacudían del aturdimiento. En la sala, los murmullos empezaron a reproducirse como la fiebre y antes de que el maestro de ceremonias pudiese contenerlos, se transformaron en una bola de chismorreos. Las damas hablaban unas con otras y gesticulaban. Los caballeros comentaban por lo bajo. Hasta su familia participaba en el alboroto. Eunor los miró con desdén.
Le interesaba más la reacción del novio. Jun Lien se había acercado lentamente, con el rostro desbaratado igual que una muralla vieja, hasta quedar frente a frente con Dalia. La observó de arriba a abajo, tal vez tratando de asimilar su milagroso escape de la muerte, y estampó en ella una mirada de profundo alivio, como si acabara de recobrar un objeto perdido. Por un instante Eunor temió que la reconociera, pero no fue así. El hombre estaba convencido de que era a Lietca a quien tenía enfrente.
«Idiota —pensó—. ¿Eres ciego? Mírala. Está asustada y se nota a leguas que su rostro no tiene el semblante de Lietca. En fin, supongo que tanto esperaban que estuviese muerta que han olvidado el rostro verdadero y se conforman con esta aparición.»
En esas, Roman se había acercado por detrás. Tenía el rostro reluciente de orgullo.
—Nuestra hija se ve hermosa. ¿Cómo le conseguiste ese vestido?
—Mandé que lo trajeran de Emburgo hace cuatro meses. Ha llegado recién anteayer, en la barca del capitán LeCron. Por cierto, parecías tener una conversación muy animada con Fang, ¿acaso se hicieron amigos?
Roman ignoró la pregunta.
—¿Cómo están las cosas en casa? ¿Ha empacado el vino que le pedí?
Todos en la sala oyeron el grito.
—Eso no me incumbe —Eunor se giró.
En la cara sur de la sala, dos gigantescos criados aparecieron cargando un sillón rojo de madera que pusieron en el núcleo del Palacio. Se trataba del Trono del Sabio.
—¿Qué es eso?
—Es el Trono del Sabio. Su Majestad debe estar por llegar.
Eunor se deshizo de su molesta compañía y se acercó al trono. Las gentes también parecieron advertir lo que se avecinaba, pues cesaron de murmurar. El palacio recuperó la armonía y ya solo quedó el débil aroma del incienso quemado. Dalia la miró por el rabillo del ojo, y supo que tenía miedo. Aunque le había enseñado a disimular las emociones, su habilidad requería pulirse todavía. Eunor le devolvió la mirada, y solo con un poco de intensidad, le manifestó que tuviera cuidado. La impostora palideció.
—Su Majestad Imperial, el Hijo del Fuego, Youn Zheng.
Kuan el Correcaminos aplaudió y los tambores ceremoniales entonaron un golpeteo poderoso. Enseguida, las puertas del lado norte se abrieron de par en par y por ellas penetró el Emperador. Todos en la sala, incluidos los occidentales, se inclinaron respetuosamente y aguardaron a que sonara el gong. Youn caminaba despacio, como una cortesana, y cuidaba mucho de no pisar su larga túnica de seda, bordada de oro y rematada con piedras de jade. Era un hombre de 36 años, alto, de tez limpia y larguísima cabellera negra como el azabache. Poseía unas primorosas cejas y unos ojos agrisados de largas pestañas. Muchos decían que no estaba interesado en la compañía femenina. Sin embargo, llevaba años intentando engendrar un heredero. Cuando se sentó en el Trono del Sabio, sonó el gong y los asistentes levantaron la cabeza.
Muchos quedaron sorprendidos al comprobar que Su Majestad no llevaba puesto ningún traje occidental como había prometido. Unos se sintieron desconsolados, y otros, orgullosos de su líder supremo. Nadie allí, salvo Eunor, conocía las verdaderas razones de este cambio. Quizá más tarde se aprovecharía de ello, pero por ahora le interesaba otra cosa más trascendente.
Lo primero que hizo fue observar la reacción del Emperador. Un frío le subió por la espalda. Había temido este momento por los últimos dos meses. Cada segundo era un verdugo, cada pestañeo, una sentencia. Cuando los ojos de Youn se movieron, sintió que el mundo entero contenía el aliento. Aún recordaba el desembarcadero y la expresión confundida del Emperador. Todo se remontaba mucho tiempo atrás. Los detalles seguían intactos. Acaso, debido a su condición, Youn Zheng pudiera reconocerla. Al fin y al cabo, era bastante penetrante y no se le escapaban muchas cosas.
El amor siempre había sido un misterio en la vida de Eunor. Una prueba que no se resolvía con ecuaciones ni discursos. ¿Por qué Urcay se molestaba tanto en perseguir un amor imposible? ¿Por qué Jun Lien amaba a una mujer que lo despreciaba a simple vista? ¿Por qué jamás logró ella encantar a ningún hombre? Las preguntas incontestables. Su madre le había repetido como una cotorra que era hermosa y muy apetecible, pero jamás la creyó: los hombres no se desvivían por ella. En cambio, preferían a las ingenuas y estúpidas. Eso no tenía sentido, y aún así sucedía con normalidad.
Sin embargo, Eunor había hallado una manera: el amor servía para controlar los destinos. Se le podía sacar mucho provecho. Ya fuera con fines nobles u obscuros, era un arma que castigaba más que diez mil ejércitos, y ella lo sabía. De pronto, el olor del incienso le irritó la nariz. Las hojas caídas de los sauces llorones la persiguieron. Creyó que la espera se prolongaría por la eternidad.
Primero, los ojos de Su Majestad avanzaron despacio, con la pesadez del plomo, hasta dar con la joven y hermosa Dalia. Después, un siglo transcurrió hasta que las membranas cerebrales le transmitieron la información concerniente a esa persona. Pero no la reconoció.
«Eso es todo —se dijo—. Ahora te toca a tí, Dalia. No me falles.»
Eunor suspiró. El desafío más complejo se había superado. Su corazón volvió a la normalidad. Le hizo la señal convenida y de inmediato notó cómo la pobre chica perdía al menos una motaña de peso. Sí. El amor podía controlarse, pero un paso en falso te dejaba en la ruina.
No escuchó las palabras de Kuan Feng cuando este declaraba el inicio de la ceremonia. Su mente vagó un momento. Flotó y se alejó. Entre nubes, vio el rostro de Youn y las heridas que Roman nunca había sabido curar. Como mujer, poseía un orgullo interno que se negaba a extinguirse, una especie de configuración que la obligaba a buscar la compañía del sexo opuesto. Alguna vez, ingenuamente, pensó que ese sería Roman, pero aquel ratón era lo más lejano a un hombre que había. Se habían juntado, se habían casado, habían procreado una hija, y, sin embargo, ella seguía sintiéndose virgen. Necesitaba un hombre. Uno de verdad. Había tratado de seducir a Youn, pero él simplemente la sorteó como si fuese una insignificante hoja. Sin saber por qué, se sintió irritada. Pensó que si apostaba en ese mismo instante todo el oro que poseía a todos los hombres de la sala la ignorarían, se haría rica. Y lo peor era que desconocía cómo lo sabía y por qué sucedía.
De pronto alguien le aferró el brazo. Asustada, dio un brinco, con los ojos abiertos de par en par, y encontró la cara desencajada de Urcay. Una pequeña lágrima navegaba por sus mejillas cuando la voz de Roman desgarró el salón:
—¡Oiga! ¿Qué cree que hace? ¡Suelte a mi esposa, cerdo!