Mundo ficciónIniciar sesiónPOV Emperador Youn
Siempre me disgustó el modo en que me trataba la Emperatriz. Yo soy el Emperador de Oriente, de la Tierra de la Niebla, solía repetirme con el rostro ensombrecido. Pero seguía dominado por esa mujer.
La Emperatriz puso la muñeca mecánica a un lado y me miró con detenimiento.
—Estuvo cerca, Su Majestad, pero soy más lista que usted.
No había una expresión definida en su cara. Podía ser ira, burla, desprecio, indiferencia, y todas a la vez. Era a lo que más le temía. A no saber lo que pensaba. Ella se aprovechaba de mi confusión para manipularme, sabiendo que yo era incapaz de anticiparme a sus movimientos. Presentí desde en un principio que aquella mujer me daría problemas, pero quise enfrentar el destino. Las consecuencias no habían tardado en hacerse visibles.
—Como Emperador, debería poder hacer lo que quisiera —argumenté, con los ánimos más bien bajos.
—Ni usted mismo se lo cree. Sé que me odia, sé que quiere separarse de mí a la menor oportunidad, y sé que sabe que sin mí no es nada más que una presa fácil para Tung.
—Jamás te pedí que me ayudaras.
—No. Es cierto, pero tampoco protestó cuando lo ayudé.
—¡Ja! —dije amargamente—. Puedo defenderme por mi cuenta.
La Emperatriz se me quedó viendo como si no acabara de creer lo que había escuchado.
—No estamos para bromas.
Se arregló el cabello y observó la muñeca.
—¿Mei se llamaba? —preguntó, cambiando de tema.
—Así es.
—¿Cuántos años tiene?
—Diez. Cumplirá once en otoño.
—¿No cree que es un poco grande para jugar con muñecas?
Pensé recordarle que no estábamos hablando de una niña común, pero me contuve.
—No me importa —le respondí secamente—. Quiero obsequiársela.
—Pues qué considerado de su parte. ¿Hará lo mismo cuando tenga su hijo?
La pregunta sonó desinteresada, pero tuve la impresión de que escondía algo abyecto en lo profundo. Como hombre, jamás había comprendido este razgo de las mujeres. En esas ocasiones, presentía que estaban hablando de algo que yo no alcanzaba a comprender, algo que iba más allá de lo literal y lo visible.
—Tal vez —dije, sondeando la situación.
—Tal vez... ¡Qué vago!
La Emperatriz llenó mi taza con majestuosa maestría. Había sido educada en la ceremonia del té, por lo que no era de extrañar su desempeño. La bebida humeó y me impregnó la piel con su delicioso aroma.
—Es un día maravilloso —dijo. Por su forma de hablar, preparaba algún tipo de revelación o conversación importante—... Me encanta el verano. El cielo está despejado y las cigarras cantan todo el día.
—Y los mosquitos te chupan la sangre —apunté.
La Emperatriz frunció el ceño.
—Sí. Pero hay más cosas buenas que malas.
«Ya, di lo que tengas que decir», pensé.
—El verano... Ha sido ajetreado. No recordaba otro en el que hubieran sucedido tantas cosas. De alguna manera, me siento menos aburrida —bebió un poco de su taza, y después la depositó en la mesa—: Apuesto a que Lietca habría estado encantada de acompañarnos a beber té.
Una mirada leve pero pesada planeó sobre mí. Con mucho cuidado, respondí vagamente:
—Hummm.
—Lietca es una mujer hermosa. Es una belleza que hay que saber apreciar. Seguramente usted piensa lo mismo —se removió ligeramente—. Sin embargo, le falta refinamiento. Sus modales son bruscos y sus gestos la delatan como una bárbara.
—Es comprensible —apunté. Había llegado la hora de mimar mis palabras—. Ella proviene de otra cultura muy distinta a la nuestra y habrá sido educada en otras artes. No tiene nada de extraño que le cueste adaptarse a nuestra forma de vivir.
—Es lo que más me preocupa —entrelazó los dedos—. Ella no conoce las reglas. ¿Sabe que no puede salir del Palacio? ¿Sabe que no puede recibir visitas?
Suspiré y tomé otro sorbo de té. Empezaba a sentirme inquieto.
—Ya lo aprenderá. Aparenta ser muy inteligente.
—Inteligente ¿eh? Parece que la ha observado con atención.
—Soy el Emperador, su Alteza. Debo ser observador para evitar que la gente me tome por un tonto.
Vi que la Emperatriz sonreía ligeramente.
—Es cierto... Y, sin embargo, al parecer ella ya lo ha conmovido en alguna parte.
Deseé que algún lambón irrumpiera en el Palacio de la Ceremonia. No sé. Un criado perdido, una sirvienta, cualquiera... No aguantaría mucho más tiempo la presión de aquellos colmillos venenosos que ansiaban morderme y acabarme.
Pero las puertas no se abrieron de improviso, no hubo ni siquiera sonidos alrededor de nosotros. Hasta las cigarras enmudecieron.
—¿Qué pasa? ¿El ratón se le tragó la lengua?
—Creo que ya terminé —traté de marcharme, pero ella me interrumpió.
—No olvide la muñeca.
—¿Por qué? ¿Por qué haces esto? —le reclamé.
—Porque puedo, y porque quiero lo mejor para usted.
—No veo en qué modo esto me beneficiará.
—Ya lo descubrirá más tarde. Por ahora, será mejor que me diga qué fue lo que sucedió.
—Nada —dije, pero el timbre de mi voz me delató—. Concretamos la unión y dormimos. Le pregunté... cómo era su vida en Occidente... y ella... me habló de su pasado.
—Miente.
La Emperatriz se levantó con una lentitud pasmosa, se acomodó las vestiduras y caminó hacia mí. Sus pies vendados se movilizaban con la gracilidad de un ciervo.
—¿Por qué me mientes? —dijo en un tono íntimo. Pocas veces me trataba de modo tan personal.
—No te miento —sentí un miedo atroz, más del que me causaban los hechiceros, que ya era mucho.
—Sí, lo haces. Desvías la mirada. Mírame a los ojos —la Emperatriz agarró mis mejillas.
Me acarició suavemente. Su contacto me hizo estremecer.
—Sé que ocultas algo importante. Ya desde hace tiempo tengo la sospecha.
—Estás equivocada.
—¿No me quieres decir?
Sin esperármelo para nada, la Emperatriz me besó. Sus labios estaban algo resecos.
—¿Qué pretendes? —logré mascullar, pero ya estaba bajo su control.
—Quiero que me digas todo lo que sucedió.
—Ya te lo dije... Nos acostamos...
De pronto, vislumbré la muñeca que la Emperatriz sostenía por la cabeza con su finos dedos.
—¿Cuándo?
—¡Ah! ¿Esto? ¿Te preocupa?
Observé la muñeca como si fuera un artefacto futurista.
—¿No la quieres salvar?
La Emperatriz la acercó al fuego que había usado para calentar el té.
—Te hechizó, esa bárbara... Esto es lo que impide que hables conmigo, ¿no es así?
—Estás paranóica.
—Ya lo veremos.
Nuevamente, el pie de aquella hermosa creación estaba en peligro. Permaneció suspendido a solo centímetros de las brazas.
—¡Qué paso!
—Está bien —dije, atemorizado—. Pero no la quemes, te lo ruego... Sí. No nos acostamos. ¿Eso querías saber?
—¿Te parezco una idiota? Eso ya lo sabía, pero esa perra salió muy contenta de aquí. ¿Qué sucedió?
El pie de la muñeca se empezó a teñir de negro.
—¡La vas a estropear! —protesté.
—Dímelo
—¡Mierda! Está bien. Yo... le dejé que fuera a ver a Urcay mañana. Dijo que estaba enferma.
—¿De qué?
—De cólicos, de un mal de mujeres.
Por suerte, en medio de mi conmoción, había gritado más por el pánico que por la presión del interrogatorio. No se notó tanto que mentía. Si bien, lo de la visita a Urcay era cierto.
Recobré el aliento cuando la muñeca se retiró de las brazas. Por suerte, solo una quemadura. Pensé que me la regresaría, así que extendí la mano.
—¡Ja, ja! No sea iluso —ella la apartó bruscamente—. Mañana veré si lo de la enfermedad es cierto o no es más que una vil mentira. Si descubro que me mintió, la destruiré frente a sus ojos. Usted es solo mío.







