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Capítulo 4: La cura

POV Dalia

—Eso... no debías... saberlo.

Me quedé de piedra. En la oscuridad, escuché cómo el Emperador se apartaba.

—No era mi intención —argumenté—... Yo...

Él suspiró profundamente. Se bajó de la cama y se inclinó sobre la mesa.

—No creí que fuera a suceder, eso es todo —dijo, en tono enigmático—. Creí que una experiencia diferente podría ayudarme. Y la verdad... estuviste más cerca de lo que había creído.

En seguida, encendió una vela. La habitación se iluminó.

—Yo... Lo siento.

Vi que sonreía.

—¿Por qué lo sientes? Tú solo querías complacerme. La verdad, no tenía esperanzas desde el principio.

—Creí que le excitaría mi sensualidad.

—Y realmente fue así. Pero esto —hizo una pausa—... no se puede curar de ese modo.

—¿Es muy grave?

—Sí. 

—Pero, ¿quién más lo sabe?

Era una pregunta impertinente. El Emperador me miró extrañado.

—Nadie más—dijo. 

La respuesta me desconcertó. ¿Cómo podía invitarme al sexo si sabía que lo iba a descubrir? «Debe creer que soy una ingenua —pensé—. Por ahora, le guardaré el secreto, aunque pensándolo bien es una carta a mi favor.»

Fingí que me honraba con su confianza.

—Su Majestad, le juro que no le diré a nadie.

El Emperador me creyó. 

—Te lo agradezco... Las otras damas han sospechado —empezó a decir—. Llevo meses sin pedir su compañía y cuando me piden explicaciones, invento excusas y me refugio en mi soledad... Es una grave situación. La Emperatriz está cada días más impaciente y le disgusta mi comportamiento... Seguramente han de odiarte ahora.

—¿Por qué?

—Básicamente porque he preferido tu compañía antes que la suya —extrajo de su túnica una tablilla—. ¿Sabes lo que es?

—No.

—Es una tablilla con tu nombre —me la entregó.

Comprobé que, en efecto, mi nombre estaba inscrito allí.

—Uso este objeto para elegir a la dama que quiero que me haga compañía determinada noche —me explicó—. Ellas creían que hoy yo las elegiría. Por eso deben odiarte ahora mismo. ¿Quieres que te cuente otra cosa? En realidad, tu ceremonia no era urgente. Pude haberte convertido en mi concubina mucho más adelante, pero lo hice antes de tiempo porque necesito justo eso: tiempo. —hizo una pausa y me miró sugerentemente—. Quiero que seas mi compañía por algunas noches. Si lo haces, mi secreto estará a salvo hasta que consiga la cura.

Nuevamente, me asombró su franqueza. Su inocencia era risible. Con tanta responsabilidad a sus espaldas, confiaba en una desconocida así porque sí. Dudaba que aquel hombre fuera el indicado para dirigir un imperio. No tenía ni pizca de astucia.

—Pero, ¿hay cura? —pregunté, poniendo una cara preocupada—... Porque, de no haberla, dudo mucho que mi participación cambie mucho las cosas. Su Majestad podría estar en serio peligro. Por supuesto, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarlo.

El Emperador reflexionó. Después, agregó:

—Tienes razón. No lo había pensado —apoyó la mano en la barbilla—. Si no encuentro la cura, esto definitivamente carece de sentido. 

Terminé con la boca abierta. Uno podía ser inocente en la vida, pero aquello era el colmo. 

«¿Qué locura? Este hombre ni siquiera ha pensado si es viable su plan... es un idiota», pensé.

Al examinarlo más de cerca, sentí pena por él. En líneas generales, no estaba mal. Tenía larga cabellera negra, largas cejas y hermosas pestañas; sus ojos eran claros y sus facciones agraciadas. Pero tenía cara de inocente, de tonto.

—Su Majestad. ¿Qué pasaría si le cuenta su secreto a sus hombres de confianza?

El Emperador tosió.

—Es una mala idea —negó con la cabeza—. Están desesperados por un heredero. Algunos ya dudan de mi virilidad. Si les revelo que soy impotente, me regañarán. 

«¡No solo eso! —tuve ganas de gritarle—. Subestimas las consecuencias. A ver... si caes, seguro que te sustituirá tu hermano, ¿Tung se llamaba? Bueno, ese monstruo. Como sea, ¿no lo ves? Él quiere tu trono. Además, Tung nos odia a los occidentales. Ya ha dicho que nos matará como cerdos.»

La situación era más crítica de lo que aparentaba. Apreté los puños. Jamás se me hubiera ocurrido que el Emperador podría caer tan fácilmente. Era increíble que a él no le preocupara en absoluto su delicada situación, ¿cómo podía actuar tan tranquilamente?

Por supuesto, no iba a permitir que fuera derrocado. Ahora, nuestros destinos se habían entrelazado. Si Tung lo derrocaba, era el fin del juego para mí, para los occidentales, y, por supuesto, para Bastián. Darme cuenta de eso me hizo estrmecer.

Era increíble. La vida de mi hijo dependía ahora de que aquel reino no se fragmentara. Debía mantener a este Emperadorcillo en el trono. 

Lo vi a los ojos.

—¿Puede confiar en mí? —le pregunté.

—No puedo hacer otra cosa. Aunque me pareces una chica muy buena...

Sonrió. 

—Me han dicho que soy muy amable —lo tranquilicé—. Sé que no debo entrometerme en asuntos que no me conciernen, pero ya que Su Majestad se ve tan desesperado y yo no he podido complacerlo (como es mi deber) le propongo algo. Una salida.

Al Emperador le brillaron las pupilas.

—¡Genial! Ya se me agotaron las ideas —dijo.

Le sonreí como para no debilitarle el ánimo. Por lo general, las grandes mentiras requieren voluntades fuertes. Aspiré y solté las palabras:

—Le confieso. Soy doctora. Recibí un don de mi dios, uno del que pueden dar fe los pacientes a los que he curado... —guardé silencio, y continué—: Puedo curar muchas enfermedades, incluyendo la impotencia sexual.

El Emperador se me quedó viendo con los ojos de par en par, como si estuviera intentando decidir si lo que había dicho yo era una broma o si hablaba en serio. 

Traté de mantenerme firme. El humo de la vela revoloteó.

—¿Es verdad? —noté que su tono cambiaba. Era ridículo.

—Lo es, Su Majestad —cubrí sus manos con dulzura y lo miré fíjamente—. Sin embargo, es un secreto que no puede revelarse a nadie. Supongo que más que nadie usted entiende lo que eso implica.

—Desde luego. Un secreto... Es muy valioso...

—Mi don me fue dado por el mismo dios...

—Sí —dijo hipnotizado.

Apreté los dedos.

—Pero hay un problema, Su Majestad.

—¿Cuál?

—Mi don requiere tiempo y algunas condiciones —yo misma me sorprendí de lo fácil que mentía—. No le diré cuáles... Pero se trata de objetos. Materiales que aquí no se pueden conseguir fácilmente. 

—¿Qué necesitas? —me interrumpió—... ¿Dinero? ¿Sirvientes? Lo tengo todo.

En su animación, casi había derribado la vela. Sin miramientos, lo aparté como si fuese un pordiosero maloliente.

—¡Paciencia! —exclamé—. No conozco este país... Me podría equivocar. Deme tiempo. Ya le daré la lista de las cosas que necesito. 

Hice como que me importunarían más preguntas, y finalicé la conversación. Me sentí satisfecha con mi acto. Por dentro, me reí de aquel inepto que sería mi herramienta de ahora en adelante. ¡Qué fácil resultaría todo! ¡Por una vez la suerte me favorecía! 

«¡Mi hijo se curará! —pensé extasiada—. Gracias a este tonto. Gracias a esta ridícula mentira.»

Mientras me felicitaba, perdí la noción de los hechos. No noté que la vela se había apagado, que la oscuridad volvía a envolverlo todo. Acaso por ese motivo, cuando el Emperador me abrazó, sentí un corrientazo.

Sus largos brazos, tibios, me cubrieron gentilmente.

—Gracias —dijo. Su voz era dulce como la de mi madre.

—Puede confiar en mí —le dije. 

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