LIETCA (1)

Una carta de la criada

LeCron era poco hábil con las manos, aunque muy bueno con otras cosas. Lietca ya lo había comprobado muchas veces. Sin embargo, ahora le urgía que se vistiera de doctor.

—¡Oye, sé más cuidadoso! —le reclamó.

—Hago lo mejor que puedo.

Los dedos bruscos de su amante trataban de vendarle con la mayor cautela, pero fracasaban. La larga quemadura iba desde la muñeca hasta el codo y se esparcía por el dorso. A veces, las yemas le rozaban la carne desnuda y eso la enloquecía. Sentía un serio escozor y el brazo le palpitaba como si allí se hubiera mudado su corazón. Dentro de todo, la quemadura distaba de ser tan grave como otras que había visto, generalmente a los herreros. Jun se iba a enojar cuando la viera. Pero más allá de una ligera reprimenda, el caso no pasaría a mayores. Lietca admiró la piel tersa del otro brazo.

—Espero que no se infecte.

—No lo hará. Ten fe.

—Maldito. Lo dices porque a ti no te cayó un tronco ardiendo.

—Lo digo porque me preocupo por ti. Y sí, tampoco quiero que eso se infecte, o vas a tener problemas. Mi tío murió de septicemia cuando yo tenía cuatro años —LeCron terminó de vendarle—. La herida se le puso negra y después avanzó por los tejidos hasta alcanzarle el corazón. Le dio un paro cardíaco y cayó sobre la estera retorciéndose como una chicharra. Ni las sangrías, ni los rezos le salvaron.

—¡Hombre! Gracias por los ánimos. Seguro que ahora me repondré.

—Ja, ja. No seas pesimista. Ojalá, mi tío hubiera tenido un doctor de mi calibre. Serví en la Armada y algo aprendí sobre medicina. Anda, mira, ya estás vendada. No me des las gracias.

—Jódete. En primer lugar, te dije que debíamos hacerlo en tu casa —Dalia se levantó y se dirigió a la escalera—. Esto es tu culpa.

—Pero lo disfrutaste, ¿no es así? Creí oírte bien cuando me pedías que te diera más. ¡Ja, ja, ja! —LeCron se agarró sus partes viriles—... Por cierto, ¿qué diablos sucedió? ¿Intentaron matarnos? 

Lietca se detuvo.

—Ah, sí. Iban por mí. Querrían impedir que me casara. 

—Pues entonces ya saben lo mucho que disfrutabas tu última noche de soltera —LeCron sonrió maliciosamente—. Quizá les hubiera gustado participar. 

—Eres un idiota. No sé cómo me atrapaste.

—Soy un encanto, mi vida. Soy como el fuego que quema —LeCron dio una voltereta, pero Lietca ya había subido a la segunda planta.

El bebé de apenas ocho meses dormía en la estera cuidadosamente acolchada que su madre le había preparado. Al verlo, Lietca se sintió con vida otra vez, más que cuando había escapado del fuego. Hacía mucho que vivía solo para la criatura, a quien amaba profundamente y le dedicaba todos los pensamientos. Todavía no tenía nombre. LeCron había pensado en Keio, Javier, Jhon, Blas, pero ninguno le convencía. Prisa no había. El niño era un bastardo y podía permanecer en las sombras tanto como quisiera. 

—Hola.

El bebé gimoteó cuando su madre se acostó a su lado. Lietca le miró con los ojos encendidos y le acarició el cabello.

—¿Cómo fue tu día? ¿Me extrañaste? ¿Estás bien? Mamá acaba de sufrir una quemadura, pero no es nada... —una lágrima cayó—. Tu padre es un idiota, ojalá no salgas como él. ¿Sabes? Apenas sintió el fuego a su alrededor, empezó a saltar como una cabra y se olvidó de mí por completo. Tuve que salir de la casa por mi propia cuenta, entre el humo y la tos. Él ni siquiera volteó la vista. Corría en pelotas y no le importaba nada. Por suerte, no nos vio nadie. Pero ese maldito tronco me alcanzó en el brazo cuando estaba por salir. Sin duda, toda una tragedia... —Lietca se miró los vendajes—. Soy una mala madre. Pero te prometo que nunca voy a dejar que nada malo te pase. Yo haré todo lo posible para que crezcas sano y salvo. Si tengo que derribar castillos y matar por eso, lo haré —después le agarró un dedo—. ¿Tú estarás conmigo, cierto? Te portarás bien y seremos muy unidos. Iremos al teatro y veremos los fuegos artificiales. Volaremos cometas juntos. Será divertido. ¿No lo crees?

Lietca pensó que la herida del brazo no se comparaba con la que le provocaría separarse de su bebé. Estaba angustiada. La relación traidora que tenía con LeCron se castigaría con la muerte si Jun Lien los descubría. Ya había sido un calvario ocultar el embarazo, el parto y la crianza de la criatura. No podía ni quería imaginar lo que se le venía ahora. De pronto, el niño se volteó y puso su carita en sus senos.

«Mañana iniciará todo —pensó, asqueada—. Deberé ser fuerte. Jun no es un mal hombre, pero en primer lugar siempre me opuse al matrimonio. Él no me genera nada. Actúa como uno de ellos. Jamás termina las frases, y uno ignora a veces qué está queriendo decir. Creo que algo sospecha. ¡Oh, Dios! Ojalá pudiera huir, pero es imposible en este lugar. Me reconocerían en tanto ponga los pies fuera de la ciudadela. Debo quedarme y fingir que todo va bien. ¿Cómo voy a proteger a mi hijo? Jun lo matará si se entera de su existencia. No sabe otra cosa más que seguir las reglas obedientemente. Gracias al cielo lo tengo a él.»

Lietca echó una ojeada en derredor. Las toallas, los perfumes, la ropa y los chupetes estaban debidamente ordenados y limpios. Sin duda, Dinié hacía bien su trabajo. El preceptor cuidaba del niño con suma atención y le mantenía distraído de la ausencia materna lo más que podía. Aunque diese la vuelta al mundo, no hallaría a nadie como él en otro sitio. Era muy afortunada.

«¡Oh! Si tan solo Jun se pareciera un poco a Dinié... Pero son tan diferentes...» pensó.

A propósito, el niño se había encariñado mucho con Dinié últimamente, tanto que quizá pensaba que era su padre. En verdad, le extrañaba poco. LeCron era ausente y no pasaba tiempo con su hijo, lo que los había distanciado de modo irreversible. Lietca quería creer que había tomado la decisión correcta, pero esto le hacía preguntarse si acaso lo mejor habría sido abortar el niño en aquella casucha de la hechicera. Desde luego, amaba a su hijo. Eso era genuino. Sin embargo, debía enfrentar el hecho de que su vida sería más llevadera si se hubiera deshecho de él. 

En ese momento, sus ojos, que vagaban sin rumbo, reconocieron un objeto que Dinié había dejado sobre la mesa para que ella lo viera. Reconoció el sello de la casa Garlich. Rompió el sello y abrió el papel de arroz. No había remitente. La caligrafía era de Dalia.

«Hola, querida Lietca. Iré directo al grano. Sé lo de tu hijo (tiene unos lindos lunares en la espalda). Sé también lo de tu amante. Sé dónde te escondes. Si mañana asistes a la ceremonia, revelaré todo lo que sé al señor Jun, tu futuro esposo, y a tu familia. ¿Cómo crees que reaccionará tu padre?... Si quieres evitarlo, si es que acaso te importa ese niño bastardo, presta atención.»

Lietca se había desmayado.

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