El estadio vibraba. En Lima, miles de personas agitaban banderas y llenaban el aire con cánticos que hacían temblar hasta el concreto de las tribunas. El césped estaba perfecto, verde intenso, iluminado por los reflectores como un escenario preparado para una batalla que podía marcar la historia de Lautaro. Era la final, y todo lo que había vivido, lo que había sufrido y lo que había aprendido, lo había llevado hasta allí.
Pero a cientos de kilómetros de distancia, en Argentina, alguien más sentía otra clase de tensión. Erica miraba la pantalla del televisor con los ojos fijos, los labios apretados y el corazón latiendo fuerte. A su lado estaba Jenifer, su mirada firme, los dedos jugueteando nerviosos con un mechón de cabello.
No hacía falta decirlo en voz alta: ambas pensaban lo mismo. Lautaro no solo estaba jugándose un partido, estaba jugándose parte de su vida. Y cada día, cada hora lejos de él, se sentía como una herida que nunca terminaba de cerrar.
—Va a ganar —dijo Jenifer de