El rugido del estadio se alzó como un trueno cuando la pelota besó la red. Lautaro, jadeante, vio cómo el marcador se iluminaba con un 1-0 que encendía la esperanza de todo el equipo. Había sido un gol trabajado con el alma, con cada gota de sudor y sacrificio acumulados en esas semanas de lucha.
El tiempo en el reloj marcaba ochenta minutos. Solo quedaban diez. Diez minutos que parecían eternos, diez minutos que podían darles la gloria o arrebatarles todo.
Lautaro sintió un nudo en la garganta. Su pecho ardía por la exigencia, pero también por la emoción. Sabía que ese gol no era solo un punto en el marcador: era un grito de vida, un mensaje de que podían lograrlo. Apretó los puños, se golpeó el pecho y miró hacia el cielo. "Por vos, por ustedes", murmuró en silencio, pensando en Gabriela, en Gonza, en Agustina… y en esas dos presencias que lo desestabilizaban tanto: Jenifer y Erica.
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En una pequeña casa en Argentina, los ojos de tres mujeres estaban pegados a la pantalla del tele