El aire fresco de la tarde golpeaba suave el rostro de Lautaro mientras salía del hospital. A su lado, Gabriela lo observaba de reojo, sin decir nada. Había algo en la forma en que él caminaba, en la manera en que miraba hacia adelante, que la conmovía.
Aún tan joven, Lautaro cargaba con cicatrices invisibles. Pero a pesar de todo, no se había convertido en alguien duro o frío. Al contrario: ahí estaba, dispuesto a darlo todo por una chica, a quedarse una noche entera al pie de una cama, esperando una sonrisa. Gabriela lo miraba y pensaba en todo lo que había tenido que atravesar. Y en todo lo que ella había presenciado… callada, impotente, enojada.
“Mi hermana y ese tipo casi lo destruyen”, pensó. “Y él… él les sigue temiendo.”
Caminaban rumbo al auto, estacionado en la calle lateral del hospital, cuando escucharon voces.
—¡Lauti!
El corazón de Gabriela dio un vuelco. Lautaro se detuvo. Su cuerpo entero se puso tenso, y su mano comenzó a temblar.
—¡Hijo! —dijo Marcela, la madre de La