La habitación 213 todavía conservaba ese olor a desinfectante que siempre incomodaba, pero en ese instante, a Lautaro no le importaba. Estaba sentado junto a la cama, con la mano de Jenifer entre las suyas. Sus dedos, aunque débiles, lo apretaban con cariño. La sonrisa en el rostro de ella era suave, dolorida, pero real.
—No sabés cuánto me asusté —murmuró él, con los ojos todavía rojos—. Pensé que te había perdido.
Jenifer cerró los ojos un momento, como si luchara contra el cansancio, y luego volvió a mirarlo.
—Pero no me perdiste. Estoy acá… Y gracias a vos tengo ganas de seguir.
Lautaro se inclinó y apoyó su frente en la mano de ella.
—No me importa nada más, Jenifer. Te lo juro. Lo que siento por vos es verdadero… Y no me pienso ir.
Ella asintió, una lágrima le resbaló por la mejilla, pero esta vez no era de dolor.
Mientras tanto, en la sala de espera, Gabriela cruzaba palabras con los padres de Jenifer. Ellos se mostraban tensos, aunque sus rostros estaban maquillados de preocup