La casa estaba silenciosa cuando llegaron. El atardecer bañaba las paredes con un resplandor naranja, pero dentro del hogar reinaba una calma densa, pesada. Lautaro bajó del auto sin decir una palabra. Gabriela lo siguió con la llave en la mano, sin apurarlo, sabiendo que a veces el alma tarda en llegar a casa, incluso cuando el cuerpo ya está adentro.
Abrió la puerta y entraron. Apenas cruzaron el umbral, Lautaro cerró la puerta con cuidado… y se dio vuelta. Sin decir una sola palabra, se abalanzó sobre su tía y la abrazó con fuerza. Como un niño que por fin encuentra refugio en medio de una tormenta.
Gabriela lo envolvió en sus brazos. Sintió su cuerpo temblar, los sollozos golpear su pecho como martillos suaves pero desesperados. Lautaro lloraba, y no era sólo por lo vivido en el hospital, ni por lo que acababa de pasar afuera con sus padres. Era por todo.
Por los años de silencio. Por cada vez que lo ignoraron. Por cada castigo injusto, por cada mirada de desprecio, por cada vez q