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El despertar no fue lento ni apacible. Fue una caída abrupta en la realidad, un choque violento contra la conciencia.

Lo primero que sintió Chloe fue el dolor punzante en las sienes, un martilleo rítmico que parecía sincronizado con el latido de su propio corazón. Lo segundo fue el sabor metálico y dulzón en la parte posterior de su garganta, el residuo químico del pañuelo de Thomas.

Abrió los ojos, esperando la luz gris de la tormenta en su suite.

En su lugar, encontró una penumbra dorada y artificial.

No estaba en su habitación. No había ventanales, ni vistas al jardín, ni el sonido de la lluvia. El aire estaba estancado, reciclado, con un leve olor a cera de velas y encierro.

Intentó incorporarse, pero su cuerpo no respondió.

Sus muñecas estaban sujetas a los postes de la cabecera de una cama antigua de hierro forjado. No eran cuerdas ásperas, ni esposas de metal. Eran pañuelos de seda, suaves y fuertes, atados con nudos expertos que no cedían ni un milímetro. Sus tobillos sufrían
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