ADELINE DE FILIPPI
Italia tenía un ritmo distinto. En casa de papá, el amor se sentía en los abrazos, en los consejos sabios y en el aroma de las galletas recién horneadas. Pero aquí, en nuestra casa, el amor se respiraba en forma de rutinas, de complicidad silenciosa, de miradas cómplices entre llamadas y besos furtivos entre reuniones. Lucien y yo habíamos construido nuestro refugio. Nuestro hogar.
Habían pasado unas semanas desde el ataque, Silvano había actuado con frialdad y precisión, los había matado sin piedad por defenderme. Los días después se volvieron un poco incómodos, lo miraba y no podía evitar mirar al hombre que asesinó sin piedad por mí.
Ya pasadas las semanas todo volvió a la normalidad, era mi fiel y serio asistente. Estaba contenta este día llegaría mi terremoto, la estábamos esperando. De pronto escuché un grito.
—¡Addy! —gritó desde la entrada, cargada con dos maletas enormes, una mochila colgando de un solo hombro y una sonrisa que podía iluminar todo Milán se