SILVANO DE SANTIS
No había forma de negarlo: cada segundo a su lado era una tortura dulce. No por lo que hacía. Por lo que yo sentía. Y por todo lo que no podía decir.
Acompañarla a aquel desayuno era parte del trabajo. Un contrato importante. Un cliente de renombre. Pero si Lucien no podía estar… entonces, no había otro que yo. Porque si algo salía mal… yo sería el primero en sangrar por ella. Y eso, para mí, estaba bien.
Ella salió del auto sonriendo, con ese perfume floral que parecía diseñado solo para romper mi concentración.
La Adeline iba a un desayuno importante con un empresario italiano que deseaba firmar contrato exclusivo con nuestra empresa. Nada fuera de lo habitual. Un brunch, una firma y ya. O eso creíamos.
—¿Estás seguro de que no demoraremos mucho en esto? —me preguntó mientras entrábamos al local.
—Confía en mí. Será rápido y limpio —le sonreí, abriendo la puerta.
Y por un momento, lo fue. El empresario era educado, encantador y todo transcurrió con normalidad. Pero