AMELIA ALBERTI
La habitación estaba en penumbras.
Solo la luz suave de la lámpara junto a la cama iluminaba su rostro…
Y aun así, Paolo seguía viéndose hermoso.
Tenía los labios resecos, el cabello un poco alborotado y una expresión de agotamiento que me partía el alma… pero estaba vivo.
Vivo.
Mis dedos se deslizaron con cuidado por su frente, apartándole un mechón rebelde que caía sobre su ceja. Una sonrisa débil apareció en sus labios.
—¿Molesto? —susurré.
—No, tú jamás me molestarías amor —respondió con una sonrisa apenas curvada en sus labios.
Me incliné y rocé sus labios con los míos, con la delicadeza de quien tiene el corazón en la garganta.
—Te juro que sentí que me moría —dije, cerrando los ojos.
Paolo suspiró.
—Si recibir un tiro me da la oportunidad de besarte… lo haría mil veces más.
Abrí los ojos, fulminándolo con la mirada, aunque no pude evitar sonreír con tristeza.
—No lo digas ni en broma.
—¿Por qué? —preguntó con voz ronca—. Es la verdad.
—Porque mientras tú sangraba