NOAH ALBERTI
La sala olía a sangre seca y desinfectante.
La luz blanca del hospital me irritaba los ojos, pero no me movía.
Estaba ahí, de pie. Observando a Mily sentada al lado de Paolo, como si su vida dependiera de no soltarle la mano. Paolo se había quedado dormido una vez más, los calmantes le habían hecho efecto, dormía, pero mi hermana no se movía de ahí.
—Amelia—dije en voz baja.
No se giró.
Ni pestañeó.
—Amelia… —repetí, más firme.
Esta vez sí alzó la vista.
Sus ojos estaban rojos, hinchados. Las mejillas manchadas de sal.
—Debemos volver a casa —le dije, cruzando los brazos—. Tienes que comer algo. Y darte una ducha. Estás llena de sangre.
Al llegar le puse mi chaqueta para que no se viera toda la sangre que tenía en su vestido, aun así, se negaba a moverse del lado de Paolo, me miró y se volvió a negar, apretando la mandíbula.
—No me voy a ir.
—No está solo, Amelia. Hay enfermeras, doctores. No va a morir ahora. Puedes volver mañana. Vamos, comes, te das un baño y duermes a