ADELINE DE FILIPPI
España nos recibió con un cielo azul, despejado, como si hasta el clima supiera que hoy era un día sagrado. La casa de los Wilson estaba decorada como nunca: luces colgaban de los árboles, flores blancas y lavanda adornaban cada mesa, y al fondo del jardín, un arco de rosas y peonías esperaba para ser testigo del “sí, acepto” de Clarita y Asher.
Me quedé quieta un instante, dejando que mis ojos lo absorbieran todo. El vestido que Marie había diseñado para Clarita parecía salido de un sueño: encaje delicado, una caída suave que se movía con el viento, y pequeños bordados que brillaban con la luz del sol. Asher estaba impecable en su traje, uno que mamá había hecho con sus propias manos, y en su rostro no había rastro del chico tímido que conocí: hoy era un hombre seguro, listo para caminar junto a la mujer que amaba.
Suspiré, sintiendo un nudo en la garganta. Lucien me rodeó la cintura por detrás, pegando sus labios a mi cuello.
—¿Pensando, princesa?
—En lo felices