MICHELLE SANTORI
Nunca pensé que volvería a sentir una cama limpia. Ni una almohada que oliera a jabón. Ni mucho menos una ventana que se abriera hacia un jardín tranquilo en vez de hacia un callejón lleno de gritos y humo.
Me quedé mirando el techo largo rato, sin creerlo. La mente me jugaba sucio: a ratos pensaba que todo esto era un sueño y que en cualquier momento mi padre iba a entrar gritando, con el cinturón en la mano, para arrastrarnos otra vez a ese infierno. Pero cuando giré el rostro y vi a Armand dormido en la cama de al lado, respirando profundo, entendí que no. Era real.
—Armand… —susurré, aunque no me oyera—. Lo logramos, hermano.
Me incorporé despacio. Las vendas todavía me dolían en los brazos y en el abdomen, recuerdo de los golpes de Marie y de la furia de Josh. No los culpaba. Me lo había ganado. Hice muchas tonterías, demasiadas. Pero lo había hecho por miedo, por desesperación, por no querer perder al único que me quedaba en este mundo: mi hermano.
Cerré los ojo