El motor del deportivo se apagó con un ronroneo grave, dejando un silencio repentino en el patio empedrado de la mansión Romano. La propiedad, situada en las colinas sobre Nápoles, era una bestia de piedra antigua, imponente y fría, muy distinta a la luminosidad abierta de la villa de los Vitale en Amalfi. Aquí, las sombras no se escondían, se exhibían.
Nicolo bajó del coche, ajustándose la chaqueta de cuero. El aire de la noche traía el olor a ciudad y a puerto, un contraste agudo con la sal limpia y el perfume de Elisabetta que todavía parecía impregnado en su piel.
Caminó hacia la entrada. Los guardias en la puerta asintieron con respeto temeroso, abriéndole paso. Nicolo no los miró. Su mente seguía en el Espresso Romano, en el momento en que su mirada atrapó a la joven de piernas largas, cabello suave y aroma dulce, en quien no podía dejar de pensar desde la noche en que la vió por primera vez.
Entró en el estudio de su padre sin llamar, la puerta estaba abierta.
Don Lombardi esta