El amanecer cubrió la mansión Vitale con un manto cálido, dorado y radiante, pero para Elisabetta, la luz no venía de afuera. La luz la llevaba ella dentro, una incandescencia nerviosa que le recorría las venas como champán.
Estaba sentada en la terraza del desayuno, con un libro abierto sobre el regazo que no había leído en absoluto. Sus ojos estaban fijos en el horizonte marino, pero su mente estaba en el interior de un coche deportivo, envuelta en aroma a cuero nuevo, lluvia y sándalo.
«Nicolo»
El nombre rodaba por su mente, una y otra vez, con la cadencia de una obsesión. No sabía su apellido, no sabía quién era, pero su piel recordaba el roce de sus dedos en su cuello y la promesa oscura en sus ojos dorados.
—Esa sonrisa me preocupa.
La voz de Aurora la sacó de su trance. Su madre estaba junto a la mesa, con una taza de té en la mano, observándola con esa mezcla de ternura y agudeza que siempre la caracterizaba.
Aurora no era una mujer a la que se le pudieran ocultar