La pregunta quedó suspendida en el aire caliente de la tarde, pesada como una sentencia.
—¿Nos conocemos?
Elisabetta sintió que el corazón le golpeaba contra las costillas, un tamborileo frenético que amenazaba con delatarla. Apretó los labios, rogando en silencio que Nicolo no cometiera un error, que no dejara entrever la familiaridad prohibida que había nacido entre ellos en la oscuridad de un coche deportivo.
Nicolo no parpadeó. Sostuvo la mirada del capo con una calma que rozaba la insolencia, pero que estaba envuelta en una capa de educación impecable.
—No lo creo, señor Vitale —repitió, su voz suave y nivelada—. Me muevo en círculos diferentes.
Lorenzo no retiró la mirada. Sus ojos oscuros, expertos en detectar mentiras y debilidades, escanearon el rostro de Nicolo milímetro a milímetro. Buscaba una grieta, un rastro de nerviosismo, algo que confirmara que su instinto de depredador no estaba fallando. Pero Nicolo era un espejo pulido, no reflejaba nada más que una cortesía