Los gritos en el pasillo resonaron como un trueno que sacudió cada rincón del palacio.
El eco viajó rápido, atrayendo a los guardias imperiales, que llegaron en cuestión de segundos, armados y con el instinto de protección a flor de piel.
Tras ellos, se escuchó el paso acelerado de botas más ligeras: los médicos del imperio, con sus batas blancas ondeando al ritmo de la urgencia.
—¡Denle espacio, por favor! —ordenó uno de ellos, apartando a quienes se agolpaban para ver qué había ocurrido.
Audrey, pálida como el mármol, fue colocada cuidadosamente sobre una camilla.
El contraste del rojo de la sangre contra su piel blanquecina era un golpe visual que encogía el corazón.
Un hilillo de quejidos escapaba de sus labios. Los médicos no esperaron más: la llevaron directo al ala médica, seguidos por el murmullo inquieto de cortesanos y sirvientes.
Alessia, con el corazón martilleándole en el pecho, sintió un frío helado subirle por la espalda. Sus piernas se movieron casi por inercia. No pod