Al día siguiente, Elara caminaba por los pasillos del palacio con el corazón encogido.
La noticia del pacto entre Jarek y el rey del Norte había llegado a sus oídos antes de que pudiera procesarla completamente.
—Pero… —susurró, apretando los puños contra su pecho—, ¡al amor no se le puede obligar! ¿Y si ellos pertenecen a alguien más? ¿Y si su corazón ya late por otra persona?
—Elara… —dijo, con un tono que intentaba suavizar la dureza de sus palabras—. Esto es lo que debe suceder. No podemos evitarlo. No podemos decidir por los demás. Solo podemos confiar en el destino… en el destino que la Diosa Luna ha trazado para todos nosotros.
Elara sintió un escalofrío recorrer su espalda.
La idea de que alguien pudiera estar atado a un destino que no elegía, de que el amor pudiera ser moldeado por pactos y deberes, le resultaba insoportable.
—¿Y qué hay de Alessia y Lucien? —preguntó con voz temblorosa, separándose apenas lo suficiente para mirarlo a los ojos—. Jarek, no puedes condenarlo por