Cuando llamaron a la puerta del salón del trono, Jarek ya no era un rey: era un padre devorado por la furia.
La sangre le hervía, la mandíbula apretada casi al punto de romperse. Sus manos temblaban, no por miedo, sino por la rabia ciega que amenazaba con consumirlo.
La puerta se abrió con un crujido solemne.
Lucien entró con paso firme, aunque el peso en su pecho amenazaba con quebrarle las costillas. Hizo una reverencia con respeto, los ojos clavados en el suelo, sabiendo que la tormenta ya estaba sobre él.
—Su majestad... me mandó llamar.
No hubo palabras de bienvenida. Solo acero.
Jarek desenvainó su espada en un solo movimiento, tan rápido y feroz como un rayo de luna cortando la oscuridad.
Y sin dudarlo, apuntó la hoja directamente al cuello de Lucien.
—¿Has rechazado el amor de mi hija? —tronó con una voz que hizo eco en las paredes de piedra—. ¡¿Tienes idea de lo que has hecho?!
Lucien sintió el filo helado rozar su piel. Su respiración se detuvo. Su cuerpo tembló, y no por cob