Elara la miró. No necesitó decir nada. Su mirada hablaba con una claridad cruel.
Y Alessia lo sintió… como un puñal directo al pecho.
—Mamá… ¿Por qué me miras así? —preguntó con la voz entrecortada, como si se estuviera rompiendo por dentro.
La Luna no respondió de inmediato. Solo clavó en ella sus ojos dorados, con una mezcla de tristeza y decepción tan profunda que el aire mismo pareció perder oxígeno.
Entonces, con la voz firme, cortante como la hoja de una espada, lo dijo:
—Sal ahora mismo, Alessia. Déjame a solas con tu padre.
—¡Pero mamá, lo amo! —gritó la joven princesa, ahogada por una mezcla de impotencia y desesperación—. ¡Él es mi pareja destinada! ¿Por qué te opones? ¡La Diosa Luna nos unió!
Elara no respondió.
Su silencio fue más cruel que mil reproches.
Alessia, dolida, giró sobre sus talones. Salió del salón sin mirar atrás, aunque por dentro su alma aullaba. Cada paso que daba era un golpe al pecho.
Quería gritar, quería romper algo, quería entender por qué su madre —la