Los siguientes veinte minutos fueron una coreografía de tensión absoluta, un ballet ejecutado bajo la amenaza de un detonador invisible. En la sala médica, Clara, con las manos ya enfundadas en guantes estériles, supervisaba cada movimiento con la intensidad de un director de orquesta en el estreno definitivo. Mientras, en los confines del búnker, se desarrollaba la operación logística. El escáner portátil de la bodega siete no era un simple equipo; era una pieza de tecnología crítica, guardada en un sarcófago de acero y cerraduras electromagnéticas. Cada clic de liberación, cada zumbido del motor que desplazaba el pesado carro por el suelo de hormigón del túnel de servicio, resonaba en el silencio sepulcral como un trueno. Para Clara, cada sonido era un latido de ansiedad, un recordatorio de que estaban violando la sagrada ley del enclave: el silencio operativo.
Félix, desde su santuario en la sala de control, era la otra cara de la moneda. Su reino era el de los datos fríos y las pa