La tensión en el búnker era palpable, un cable de acero tirante que resonaba con cada movimiento, con cada mirada evitada. Clara, sumergida en la tarea burocrática que Félix le había asignado como un castigo silencioso, sentía el peso de ese silencio como una losa sobre los hombros. Sus dedos se deslizaban sobre la tableta, anotando cifras de suministros y revisando tiempos de respuesta, pero su mente era un eco vacío. El orgullo profesional que siempre la había definido yacía pisoteado, reducido a la crudeza de una relación rota. Cumplía, sí, pero como un autómata, su voluntad disuelta en la ensoñación gris de la decepción.
Fue en medio de este letargo emocional cuando la alerta sonó. No era la estridente alarma general de ataque o intrusión, sino el pitido agudo, específico y urgentísimo de la zona de triage. Un sonido que significaba que la muerte había llamado a la puerta y esperaba una respuesta inmediata. El sonido cortó el aire como un cuchillo, traspasando la bruma de su resen