Treinta minutos. El tiempo se había evaporado como niebla bajo el sol. En el vestíbulo principal de la mansión, un silencio tenso y electrizante había reemplazado a la violación de horas anteriores. Seis hombres, elegidos personalmente por Rojas de entre los menos heridos y más fríos de la organización, formaban un semicírculo compacto. Vestían ropas oscuras, utilitarias, sin una marca o insignia que los identificara. Sus rostros eran máscaras de profesionalismo impasible, pero en sus ojos se leía la misma pregunta que retumbaba en mi cráneo: ¿Estamos siguiendo a una líder o a una amante desquiciada?
Yo ya no era la doctora en pijama de algodón. Me había enfundado en ropa negra ajustada que Rojas había proporcionado, prendas tácticas que pertenecían a algún operativo de mi talla. Me sentían extrañas, ásperas contra mi piel, pero también como una segunda piel, una armadura para la persona en la que me estaba convirtiendo. El peso de la tablet, ahora metida en una riñonera ajustada, era