La luz roja de emergencia bañaba todo como si el corredor mismo estuviera sangrando. El eco de la voz de John aún resonaba en los hierros oxidados y en mis huesos. Bienvenida a la jaula. Rojas me mantenía inmovilizada contra la pared fría, su cuerpo un muro entre yo y la puerta de la celda, pero ya era demasiado tarde. Nos habían visto. Me había visto.
Los pasos se acercaban, rápidos, pesados, multiplicándose desde ambos extremos del pasillo. No había salida. El aire, ya viciado y fétido, se volvió irrespirable, cargado con el olor metálico del miedo y la trampa perfecta.
Rojas me soltó y se colocó frente a mí, desenfundando su arma con un movimiento fluido. Los otros dos hombres hicieron lo mismo, formando un escudo humano imperfecto. Sus espaldas tensas eran la única barrera entre nosotros y lo que viniera.
—No disparen —ordené, y mi voz sonó extrañamente serena en medio del caos inminente—. Es lo que quieren.
Disparar sería firmar nuestra sentencia de muerte en este espacio cerrado