La calma que sentía era engañosa, un lago de hielo bajo el cual hervían aguas negras de terror y una furia incandescente. La USB con los planos del infierno de John era un talismán envenenado en mi bolsillo. Las palabras de Félix resonaban en mi cráneo: Confía en el caos. Confía en la Sombra. Confía en ti.
Era mucho pedir. Demasiado.
Subimos del búnker a la mansión, que ahora parecía diferente. Ya no era un refugio violado, sino un cuartel general. Cada sombra me miraba, cada susurro del viejo edificio parecía decirme algo. Rojas seguía a mi lado, su presencia una roca de lealtad silenciosa en el torbellino.
Amanda aún estaba en la furgoneta, pálida y temblorosa. Cuando abrí la puerta trasera, sus ojos, desencajados, se clavaron en mí.
—¿Clara? ¿Qué… qué pasó? ¿Estás bien?
—No —respondí, y la crudeza de mi propia voz me sorprendió—. Pero estamos vivos. Y tenemos trabajo.
La ayudé a bajar. Sus piernas cedieron y tuve que sujetarla. El olor a miedo y humo se le había impregnado en la ro