El silencio en la sala de recuperación era más pesado que la oscuridad que lo había precedido. Las palabras de Kael —“…para ir a por los bebés”— flotaban en el aire, un veneno letal que paralizaba el alma. Clara sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Una oleada de frío glacial, miles de veces más aterradora que cualquier amenaza directa a su vida, le recorrió el cuerpo. Lucas. Emma. Sus nombres fueron un latido desgarrador en su mente.
El instinto, primitivo y ciego, le gritó que correr. Salir de allí, atravesar la noche a cualquier costo, llegar hasta sus hijos. Dio un paso tembloroso hacia la puerta, una madre acorralada, pero fue Rojas quien, con una firmeza que brotaba de una lealtad más profunda que la obediencia, le cerró el paso.
“No, Doctora,” dijo su voz, grave como una roca. “Es exactamente lo que quieren. Sacarla al abierto. Usted es el cebo perfecto. Si caen usted o el jefe, todo se termina.”
Desde la camilla, un sonido ronco, una lucha titánica contra la sedación y l