El chirrido metálico final en la puerta del escondite resonó como un disparo en la sala de recuperación. Clara contuvo la respiración, su corazón latiendo con tal fuerza que sentía que iba a estallarle el pecho. Sus uñas se clavaron en la palma de sus manos, dejando pequeñas medias lunas rojas. Junto a ella, Félix había logrado abrir los ojos por completo, su mirada nublada por la droga, pero ferozmente consciente, clavada en la pantalla térmica. Rojas se había quedado inmóvil, convertido en una estatua de tensión. Hasta Gael había dejado de teclear, su atención raptada por el drama que se desarrollaba a kilómetros de distancia.
En la pantalla, los puntos rojos de los fantasmas se habían cerrado como un puño alrededor de la furgoneta.
No hubo advertencias. No hubo gritos. La violencia estalló en un silencio espectral, solo roto por los sonidos sordos que captaban los micrófonos ambientales del exterior del escondite. En la imagen térmica, fue una explosión de caos. Las figuras rojas d