El caos exterior era una sinfonía de violencia desorganizada. Cada explosión, cada ráfaga de ametralladora, cada grito ahogado, llegaba amortiguado a la sala de recuperación, pero su mensaje era claro: la batalla había comenzado. Y no era la batalla limpia y eficiente de Félix Santoro.
Dentro, en la oscuridad rota solo por el tenue resplandor de los monitores portátiles, el tiempo se distorsionaba. Cada segundo era una eternidad. Clara permanecía junto a Félix, su mano sobre la suya, sintiendo el débil pero constante pulso en su muñeca. Era su ancla a la realidad. Rojas y sus dos hombres restantes estaban pegados a las ventanas blindadas, intentando descifrar las sombras que se movían en el infierno exterior.
"Es Leo," murmuró uno de los hombres, apodado El Lince por su vista aguda. "Acabo de verlo cruzar hacia la cocina. Tiene el brazo vendado... el de la cirugía de la esquirla."
Clara contuvo la respiración. Leo. El hombre cuya vida había pendido de un hilo semanas atrás, cuya famil