El silbido del aire al cerrarse la esclusa exterior fue el sonido más solitario que Clara había escuchado en su vida. Por un instante, estuvo en un espacio estrecho y blanco, desnuda ante los ojos invisibles de Samuel Corvalán. Luego, la puerta interior se abrió, y el aire frío y estéril del laboratorio la envolvió.
Samuel estaba de pie a unos metros, con la misma sonrisa beatífica. Había dejado la caja de Petri sobre una mesa cercana, pero sus manos estaban libres, abiertas, en un gesto de aparente bienvenida.
—Doctora Montalbán —dijo, y su voz en persona era más suave de lo que esperaba, casi un arrullo—. Al fin. El mundo exterior es tan… ruidoso, ¿no le parece? Aquí, solo existe la verdad pura.
Clara forzó una sonrisa tensa, cruzando los brazos sobre su torso como protegiéndose. Actúa impresionada, vulnerable. —Es… impresionante —murmuró, dejando que su mirada recorriera las incubadoras, los tanques de nitrógeno, los microscopios de alta gama—. Todo este conocimiento… en un lugar a