El silencio en la sala de control era tan denso que se podía palpar. La imagen congelada de Samuel Corvalán, con su sonrisa beatífica y la caja de Petri en la mano, parecía burlarse de ellos desde la pantalla principal. Treinta minutos. El tictac de un reloj invisible resonaba en los oídos de todos.
—No —la palabra salió de los labios de Clara con una firmeza que sorprendió incluso a ella misma—. Es una trampa obvia. Entro ahí y no salgo viva. O me convierte en su próximo experimento.
Félix giraba lentamente hacia ella, sus ojos eran dos pozos de oscuridad en ebullición. —No voy a permitir que pongas un pie en ese lugar.
—¿Y qué alternativa tenemos? —preguntó Gael, su voz quebrantada por la frustración—. Si forzamos la entrada, nos mata a todos. Si nos retiramos, desaparece y vuelve a cazar en la oscuridad. Tiene la sartén por el mango.
—No —repitió Félix, esta vez con una ferocidad contenida que hizo temblar el aire—. No negociaremos con un demente. Y no te usaré a ti como moneda de