El zumbido en los oídos de Clara se atenuó lentamente, reemplacedo por el sonido áspero de su propia respiración y el latido furioso de su corazón. El olor a pólvora y sangre se mezclaba con el aroma a sudor frío y miedo que emanaba del cuerpo inconsciente de Rossi. La escena era surrealista: Kael, de pie junto al panel de control, inmóvil como una estatua, Félix plantado sobre Rossi como un vengador esculpido en ira y fatiga, y ella, en el centro, temblando de pies a cabeza, con la mejilla aún ardiente por el cañón de la pistola.
Félix no la tocó. No la abrazó. Su mirada, después de ese primer instante de reconocimiento crudo, se había vuelto de acero. Evaluaba la situación, calculando los siguientes movimientos con la mente fría de un estratega, a pesar de la tormenta que debía estar rugiendo en su interior. Se giró hacia Kael, y la pregunta que le lanzó fue un ultimátum cargado de muerte.
—Tienes diez segundos para decirme por qué no debería matarte donde estás.
Kael, para su crédi