El conteo de Félix era como el latido de un corazón mecánico, implacable, midiendo los últimos segundos de la partida. "Veintiocho... veintisiete..." Cada número, pronunciado con una calma clínica, resonaba en el pasillo y se colaba por la puerta entreabierta de la sala de control, donde Kael se había apostado, su arma apuntando a la entrada.
Rossi, sudando a pesar del frío del aire acondicionado, tenía a Clara agarrada del brazo, usándola como un escudo humano frente a la puerta del sanctasanctórum. Su respiración era superficial, rápida. Los planes, las estratagemas, se habían reducido a esto: un rincón, una pistola y una rehén.
—¡Él no vendrá! —susurró Rossi, más para sí mismo que para Clara—. Es un farol. Quiere que salga.
—Veinticuatro... veintitrés... —continuó la voz de Félix, inalterable.
Clara no luchó. Permaneció quieta, pero su mente trabajaba a toda velocidad. Félix estaba ahí, a metros de distancia. Pero ¿qué haría? ¿Arriesgaría un disparo a ciegas con ella delante? Rossi