Sebastian tuvo que esforzarse para mantener la expresión neutra al ver a Ginevra entrar en su oficina. En realidad, lo que deseaba era cerrar las manos en torno a su cuello y arrancarle la verdad a la fuerza. Ni siquiera la educación inculcada por sus padres bastaba para acallar ese impulso de hacerle daño.
—Sebastian —saludó ella con una sonrisa tímida.
Él apenas asintió, seco.
—Te traje esto —continuó Ginevra, tendiéndole un vaso—. Es tu café, justo como te gusta. Escuché que algo le pasó a Gemma y quería ver cómo te sentías. Sé cuánto te preocupas por ella. En serio, espero que esté bien.
El tono era tan convincente que, si todavía estuviera cegado creyendo que conocía a la verdadera Ginevra, habría caído en su engaño.
Al ver que no pensaba tomar el vaso, ella lo dejó sobre su escritorio.
—Lo está. No fue nada grave. Ahora, si me permites… —respondió, buscando una forma de deshacerse de su presencia. Cada segundo frente a ella era un reto a su autocontrol.
—Sé que estás molesto con