Gemma estaba recostada en la cama, exhausta, pero con una sonrisa que nada podría borrar en los labios. Su pequeño —aunque con casi cuatro kilos no era precisamente tan pequeño— había nacido aquella mañana, irrumpiendo en el mundo con un llanto poderoso que llenó la sala de partos.
La habitación permanecía en penumbra, iluminada apenas por la lámpara junto al sillón donde Sebastián estaba sentado con su hijo en brazos y la mirada fija en él. Apenas lo había soltado en todo el día, y siempre a regañadientes. Era como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo.
El silencio era tan profundo que solo se escuchaba la respiración acompasada del recién nacido.
—No puedo creer que sea real —murmuró Sebastián, con la voz cargada de asombro.
Desde la cama, Gemma lo observó con los ojos brillantes de emoción. Sebastián había estado increíble, no solo durante el embarazo —y eso que a veces había sido complicado, como la noche en que lo obligó a salir de la cama por un antojo caprichoso—, sino ta