El silencio después del enfrentamiento era tan denso que parecía llenar cada rincón de la casa.
Ni siquiera el tic tac del reloj en la pared podía romperlo.
Dorian no había dicho una palabra desde que regresamos del puerto.
Sus pasos resonaban pesados por el suelo de madera, y cada vez que lo miraba, encontraba en su rostro una tensión que no entendía.
Yo seguía temblando.
No por miedo, o quizás sí… pero no exactamente hacia él.
Era algo más profundo, una mezcla de desconcierto, ansiedad, una sensación de que el suelo bajo mis pies se estaba partiendo.
—Ese hombre… —logré decir al fin, sin atreverme a mirarlo—. Kael… dijo que yo era su mujer.
Dorian se giró lentamente. Sus ojos oscuros me atravesaron.
—Y tú casi le crees —dijo con voz baja, contenida, como si cada palabra le costara sangre—. Te vi en la forma en que lo mirabas, Danae.
No supe qué responder.
Quise decirle que no era verdad, que estaba confundida, que solo había sentido un extraño escalofrío al escuchar a ese hombre pro