El sonido del mar fue lo primero que escuché. Su rumor se colaba entre mis sueños como un susurro lejano, mezclado con una fragancia a sal y a jazmines que impregnaba el aire. Cuando abrí los ojos, un techo blanco, atravesado por la luz dorada del amanecer, se extendía sobre mí. Por un instante, no supe quién era. Ni dónde estaba.
Traté de incorporarme, pero un dolor punzante en el costado me arrancó un gemido. Fue entonces cuando la puerta se abrió y un hombre entró con una bandeja en las manos. Sonrió al verme despierta, esa sonrisa perfecta, casi ensayada.
—Hey… tranquila, amor —murmuró con voz suave—. No te esfuerces, los médicos dijeron que debías moverte despacio.
Amor. La palabra me atravesó como una nota disonante.
—¿Quién… eres? —pregunté, apenas un susurro.
Su sonrisa no titubeó.
—Soy Dorian —respondió, sentándose al borde de la cama—. Soy tu pareja. Estuvimos en un accidente hace dos semanas, aquí en la costa. Ibas conmigo en el coche, ¿recuerdas?
Negué con la cabeza. No re