Danae
El sol nacía lento sobre el horizonte, y la brisa del mar se colaba por la ventana abierta de mi habitación. Las cortinas blancas danzaban suavemente con el viento, dejando entrever el cielo teñido de rosa y naranja. Abrí los ojos despacio, sintiendo el roce de las sábanas sobre mi piel, y giré el rostro hacia el hombre que dormía a mi lado.
Dorian.
Mi esposo.
Su respiración era profunda, tranquila. Había aprendido a reconocer los pequeños sonidos que hacía al dormir, la forma en que se movía para rodearme con un brazo aún en sueños, como si tuviera miedo de que desapareciera. Sonreí levemente. Era dulce, siempre lo había sido. O al menos, eso me decía él.
Llevábamos dos años viviendo en esta pequeña isla griega. Todo era paz y rutina: el café donde trabajaba por las mañanas, los turistas que venían y se iban sin dejar huella, las tardes lentas llenas de brisa salada. Pero a veces, cuando el cielo se oscurecía y el mar rugía, una sensación extraña me invadía. Un vacío,