Kael
El avión apenas había tocado tierra cuando ya estaba pensando en ellos. No en los negocios, no en la mercancía perdida ni en la amenaza de los albaneses. No. Mi mente estaba en Sofía, en Lucas, en Danae.
El chofer abrió la puerta y subí al coche sin perder tiempo.
—A casa de Danae —ordené.
El trayecto fue un borrón de luces y calles, un pulso constante en mis sienes que repetía la misma idea: debía verlos, debía asegurarme de que estaban bien. Había pasado demasiado tiempo lejos de ellos. Un solo día era demasiado.
Cuando crucé el portón de la casa, escuché las risas antes de verlos. Risas pequeñas, libres, que golpearon en mi pecho como un eco desconocido.
—¡Papi! —La voz de Sofía me atravesó cuando corrió hacia mí, descalza, con el cabello suelto y lleno de pequeñas trenzas torcidas que Danae seguro había intentado hacerle.
Me agaché para atraparla en mis brazos justo cuando Lucas se lanzó también, casi tumbándome con la fuerza de su abrazo.
—¡Mira, papi, hice un dibujo! —me di