Kael
El despacho estaba en silencio, pero dentro de mí rugía una tormenta. Había pasado noches sin dormir desde la gala. No por Danae —o no solo por ella—, sino por lo que había descubierto en esos días: el peligro se estaba acercando demasiado, rozando los bordes de la vida que ahora me importaba más que todo lo demás.
Me levanté de la silla, caminando hasta el ventanal. Desde allí, la ciudad parecía arder en luces, indiferente a las guerras subterráneas que la alimentaban. Apreté el cristal con la palma de mi mano, conteniendo esa furia que me pedía desatarse contra cualquiera que osara acercarse a mis hijos.
Mis hijos.
Todavía me resultaba extraño pronunciarlo, siquiera pensarlo. Sofía y Lucas… pequeños rayos de luz que no pedí, pero que ahora eran míos. Sangre de mi sangre. Un juramento inquebrantable corría por mis venas: nadie los tocaría. Nunca.
Matteo entró sin llamar, como siempre. Solo él podía hacerlo.
—Tenemos confirmación —dijo, dejando un informe sobre mi escritorio—. El