El auto avanzaba despacio por la avenida principal de la ciudad. Sofía iba mirando por la ventana, con sus manitas pequeñas pegadas al vidrio, y Lucas no paraba de mover las piernitas, impaciente por llegar. Yo en cambio, tenía las manos aferradas al volante con tanta fuerza que los nudillos se me estaban poniendo blancos.
Era un día importante. El primer día de mis hijos con Kael.
Mi corazón latía desbocado. Una parte de mí quería dar la vuelta, regresar a casa, inventar cualquier excusa y seguir protegiéndolos del mundo de Kael, de su oscuridad, de su peligro. Pero la otra parte —esa que no podía negar la sangre, esa que me recordaba que Lucas y Sofía eran tan suyos como míos— me obligaba a seguir adelante. No podía robarles la oportunidad de conocerlo.
—¿Mami? —la vocecita de Sofía me sacó de mis pensamientos—. ¿Ya falta poquito?
La miré por el retrovisor. Sus ojitos color miel brillaban de emoción, tan inocentes, tan felices. Tragué saliva.
—Sí, amor… ya casi llegamos.
Lucas saltó