El aire en la casa se llenó de las risas de Sofía y Lucas. Cada sonido era como una melodía que me atravesaba el corazón, me recordaba lo pequeños que aún eran, lo frágiles, lo inocentes. Y justo por eso mi miedo era tan grande. Porque no sabía si Kael Montenegro podía ser un padre normal para ellos, si era capaz de darles la seguridad que necesitaban.
Me quedé observando desde la puerta cómo exploraban cada rincón. Lucas se arrojaba sobre la cama azul como si fuera un campo de batalla; Sofía, en cambio, tocaba los cojines lilas con cuidado, como si fueran tesoros que acababa de descubrir.
Kael estaba allí, de pie en medio de la habitación, viéndolos con los ojos encendidos de algo que nunca le había visto antes: ternura sin máscaras.
—¿Les gusta? —preguntó con voz suave, casi temerosa, como si su felicidad dependiera de esas dos caritas.
—¡Sí! —gritó Sofía, y corrió a abrazarlo—. ¡Es perfecto!
Lucas, que jamás se quedaba atrás, lo imitó enseguida.
—¡Yo también lo amo, papi!
Me mordí