Kael
El sobre todavía estaba sobre mi escritorio. Sellado, aunque ya había leído su contenido al menos una docena de veces. No necesitaba abrirlo otra vez, pero algo en mí seguía regresando a ese pedazo de papel como si fuera un talismán.
El ADN no mentía.
Sofía y Lucas eran mis hijos.
El mundo entero podría cuestionarlo, pero yo no. Lo había sabido desde el primer instante en que los vi correteando entre las mesas de aquel evento. La forma en que sonreían, la chispa en sus ojos, la sensación de familiaridad brutal que me golpeó en el pecho… nada de eso era casualidad. Eran míos.
Y ella me los había ocultado.
Apoyé los codos sobre el escritorio, entrelazando los dedos y conteniendo la furia que hervía en mi interior. Danae había tenido sus motivos, claro, pero eso no cambiaba el hecho: me privó de cuatro años. Cuatro años de primeras palabras, primeros pasos, primeras noches en vela. Cuatro años de escuchar cómo reían, cómo peleaban entre sí, cómo decían “mamá” y… cómo nunca aprendier